La insoportable levedad del ser, Milan Kundera, p. 48
Hace mucho tiempo, el hombre oía
extrañado el sonido de un golpeteo regular dentro de su pecho y no tenía ni
idea de su origen. No podía identificarse con algo tan extraño y desconocido
como era el cuerpo. El cuerpo era una jaula y dentro de ella había algo que
miraba, escuchaba, temía, pensaba y se extrañaba; ese algo, ese resto que
quedaba al sustraerle el cuerpo, eso era el alma.
Hoy, por supuesto, el cuerpo no
es desconocido: sabemos que lo que golpea dentro del pecho es el corazón y que
la nariz es la terminación de una manguera que sobresale del cuerpo para llevar
oxígeno a los pulmones. La cara no es más que una especie de tablero de
instrumentos en el que desembocan todos los mecanismos del cuerpo: la digestión,
la vista, la audición, la respiración, el pensamiento.
Desde que sabemos denominar todas
sus partes, el cuerpo desasosiega menos al hombre. Ahora también sabemos que el
alma no es más que la actividad de la materia gris del cerebro. La dualidad
entre el cuerpo y el alma ha quedado velada por los términos científicos y podemos
reírnos alegremente de ella como de un prejuicio pasado de moda.
Pero basta que el hombre se
enamore como un loco y tenga que oír al mismo tiempo el sonido de sus tripas. La
unidad del cuerpo y el alma, esa ilusión lírica de la era científica, se disipa
repentinamente.
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