Llegaron como una caravana de
feria ambulante, atravesando los prados de juncias y cruzando la colina a plena
luz del día; los camiones se mecían, cabeceaban entre los surcos y los músicos, que estaban sentados en las sillas de
la caja del camión, se tambaleaban al tiempo que afinaban sus instrumentos; el
gordo de la guitarra sonreía burlonamente, hacía gestos a los que iban en el coche
posterior y se inclinaba para darle una nota al violinista, que giró una
clavija y escuchó con cara arrugada. Pasaron por debajo de unos manzanos en
flor, a continuación por delante de un granero hecho con troncos cuyas ranuras
habían sido rellenadas con barro rojizo
y después vadearon un ramal y dieron con una casa de madera a la sombra azulada
del muro de la montaña. Un poco más allá había un establo. Uno de los hombres
del camión golpeó fuertemente con el puño el techo de la cabina y el camión se detuvo. Los coches y los camiones surgieron de
entre la maleza del prado; todos bajaron.
En la puerta del establo hay un
hombre que, por otra parte, se encarga de observar todo lo que acontece en la
bucólica, enmudecida y singular mañana. Es menudo, va sucio y sin rasurar. Camina
por la paja seca, entre el polvo y los rayos de luz, con una agresividad
obligada. Sangre celta y sajona. Un hijo de Dios más o menos como tú. Las
avispas se cuelan por la luz escalonada
que procede de las ranuras de las tablillas en una sucesión de momentos refulgentes,
doradas mientras se agitan entre penumbra y penumbra, como si fueran
luciérnagas en la espesa y profunda oscuridad.
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