De Plegarias atendidas de Truman Capote, p.21
Me puse a hacer auto-stop sin
tener pensado ningún destino particular. Me cogió un hombre que conducía un
Cadillac blanco descapotable. Un tipo robusto con la nariz partida y enrojecida
y pecosa de un irlandés. Nadie lo habría topar un marica, y sin embargo lo era.
Me preguntó adónde dirigía, y yo me limité a encoger los hombros. Quiso saber
mi edad y le dije dieciocho, aunque en realidad tenía tres años menos. Con una
sonrisa forzada me dijo:
-Bueno, no quisiera corromper la
moralidad de un menor
Como si yo tuviera alguna
moralidad.
Después, de un modo solemne dijo:
-Eres un muchacho bien parecido.
Y era verdad, de baja estatura,
uno setenta (y al final uno setenta y dos), pero fuerte y bien proporcionado,
con el pelo castaño claro rizado, ojos pardos y un rostro espectacularmente
anguloso. Observarme en el espejo me resultaba siempre una experiencia
reconfortante. De modo que cuando Ne se lanzó al ataque, pensó que tenía fruta
fresca entre sus manos. iJa! iCon lo temprano que había empezado yo! A los siete
u ocho años, más o menos, ya había conocido toda la gama, desde numerosos
chicos mayores, hasta varios curas pasando incluso por un guapo jardinero
negro. En realidad yo era una especie de puta barata. Había pocas cosas que no hubiese
hecho por cinco centavos de chocolate.
Aunque viví varios meses con él,
no me acuerdo del apellido de Ned. ¿Ames? Era masajista jefe de un gran hotel de
Miami Beach, una de esas guaridas de judíos inactivos de color pastel y nombre
francés. Ned me enseñó el oficio, y después de abandonarle me gané la vida como
masajista en una serie de hoteles de Miami Beach. De ese modo tuve un buen
número de clientes particulares, hombres y mujeres a quienes daba masajes y les
enseñaba ejercicios corporales y faciales, aunque los ejercicios faciales sean
todos una estafa. Chupar pollas es el único eficaz. No es ninguna broma. No hay
nada como eso para dar firmeza a las mandíbulas.
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