De Sumisión de Houllebecq, p.173
Estaba en la flor de la edad,
ninguna enfermedad letal me amenazaba directamente, los problemas de salud que
me asaltaban regularmente eran dolorosos pero a fin de cuentas menores; no
sería hasta treinta años más tarde, o incluso cuarenta, cuando llegaría a esa
zona oscura en la que las enfermedades se vuelven todas más o menos mortales, cuando
las expectativas de vida, como se dice, se ven comprometidas casi cada vez. No
tenía amigos, era cierto, pero ¿acaso alguna vez los había tenido? Y,
pensándolo bien, ¿de qué servían los amigos? A partir de cierto nivel de
degradación física -y eso iría mucho más rápido, en unos diez años, o
probablemente menos, la degradación se haría visible y me calificarían de aún
joven-, directa y realmente sólo puede tener sentido una relación de tipo
conyugal (los cuerpos, de alguna manera, se mezclan; se produce, en cierta
medida, un nuevo organismo; por lo menos, si creemos a Platón). Y, en el
terreno de las relaciones conyugales, a todas luces no estaba muy bien situado.
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