La psicología infantil es un tema
tedioso, y aunque exponga uno o dos hechos relacionados con mi primera
infancia, no lo hago con intención realmente científica ni porque crea que esos
hechos tienen alguna significación. Me orinaba en la cama persistentemente. Mi
tía Bunny me dijo que, al igual que mi hermano, había sido un accidente, que
mis padres «no habían querido del todo tenerme» y también había habido algún
intento de impedir mi llegada. Tal vez fuera éste más superficial, o tal vez
ese instinto de conservación que ya he mencionado me salvara la vida; el caso
es que nací sano y robusto pero luego no había manera de que dejara de orinarme
en la cama. Creo que la psicología ha abandonado ya una teoría que solía haber
según la cual orinarse en la cama era una especie de mecanismo de venganza
inconsciente; siento que sea así, porque me parece divertida la idea de que pudiera
estar meándome en un mundo que no me había dado la bienvenida cordial que mi
ego requería. Pero independientemente de lo que pueda hoy día pensarse de esa
teoría, no es muy probable que mis padres hubieran tenido conocimiento de ella
entonces, pues aún no se había inventado la psicología infantil, y espero
también que mi padre, de haberla conocido, no habría tenido la desfachatez de
pegarme en castigo por mi comportamiento, cosa que llegó a hacer. Es cierto que
durante años tuvieron que tener una paciencia infinita conmigo y dejé
inservibles muchísimos colchones hasta que pasé a dormir permanentemente con sábanas
de hule. Luego hubo un período en que el hábito cesó, pero volvió a empezar
cuando tendría yo unos once años. Yo, naturalmente, no era consciente de lo que
hacía, lo único que sabía era que al principio sentía un agradable calorcillo y
luego una humedad fría y desagradable, y recuerdo que cuando se reanudó el
ciclo solía soñar que estaba de pie en un urinario: un sueño diabólico, porque
¿qué hay más natural que mear? En todo caso, cuando empecé una vez más a
estropear los nuevos e indefensos colchones que al fin se me habían confiado,
mi padre denunció el hecho diciendo que era «pura pereza», a lo cual me imagino
que hacía mucho tiempo que lo llevaba atribuyendo, y, bajándome los pantalones
a pesar de las protestas de mi madre, me dio unos azotes con la mano en el
trasero desnudo.
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