De Amor perdurable de Ian McEwan, p. 256-257
Lo dejé esperando en el asiento
delantero mientras yo cogía papel y volvía hacia los árboles. Excavé un hoyo pequeño
con el tacón y, mientras permanecía en cuclillas con los pantalones alrededor
de los tobillos, intenté tranquilizarme partiendo las crujientes hojas muertas
y cogiendo un puñado de tierra. Algunos
encuentran grandes perspectivas en las estrellas y galaxias; yo prefiero la
escala prosaica de lo biológico. Me acerqué la mano a la cara y me puse a
observar. En el fértil y oscuro mantillo vi dos hormigas negras, un tisanuro y
una especie de lombriz de color rojo oscuro con una serie de patas marrón claro.
Aquéllos eran los estruendosos gigantes de aquel mundo inferior, pues no mucho
más abajo del umbral de lo visible estaba el turbulento mundo de los gusanos:
los carroñeros y los depredadores que se alimentaban de ellos, e incluso éstos,
eran gigantes en comparación con los moradores del mundo microscópico, los hongos
parásitos y las bacterias, quizá diez millones en aquel puñado de tierra. La
ciega inclinación de aquellos organismos a consumir y excretar posibilitaba la
fertilidad del suelo, y por tanto, de las plantas, los árboles y las criaturas que vivían en su entorno, en cuyo
número antaño nos incluíamos nosotros. Quizá podría tranquilizarme recordando
el hecho de que, a pesar de todas nuestras preocupaciones, seguíamos formando
parte de aquella dependencia natural, porque los animales que comíamos se
alimentaban con las plantas que, como nuestras frutas y verduras, se nutrían de
la tierra formada por aquellos organismos. Pero mientras permanecía en
cuclillas fertilizando el bosque, no podía creer en el significado primario de
los grandes ciclos de la vida. Un poco más allá de los árboles que exhalaban
oxígeno se producían las emanaciones venenosas de mi coche, dentro del cual estaba mi pistola, y a cincuenta kilómetros
de carreteras repletas se encontraba la inmensa ciudad en cuya parte norte estaba
mi apartamento, donde el loco que me esperaba, un De Clérambault, mi De
Clérambault, tenía secuestrado al ser que yo más quería. ¿Había en aquella descripción algo
indispensable para el ciclo del carbono o la producción del nitrógeno? Ya no
formábamos parte de la gran cadena. Nuestra propia complejidad nos había
expulsado del Edén. Nos encontrábamos en un caos por haber alterado nuestra
naturaleza.
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