De Plegarias atendidas de Truman Capote, p.78
¿Se acuerdan de Hulga, mi esposa?
Si no hubiera sido por Hulga y por el hecho de que estábamos legalmente encadenados,
me habría casado con la Guggenheim, aunque era treinta quizá más años mayor que
yo. Y si lo hubiera hecho, no habría sido porque me hacía gracia, a pesar de su
costumbre de hacer sonar su dentadura postiza- y de que tuviese todo el aspecto
de una Bert Lahr con el pelo largo. Era un placer pasar toda una tarde de
invierno veneciano en el sólido y blanco Palazzo dei Leoni donde la Guggenheim
vivía con once terriers tibetanos y un mayordomo escocés, el cual continuamente
estaba escapándose a Londres para ver a su amante, hecho del que su patrona no se
quejaba ya que era una snob, y se decía que el amante era un criado del príncipe Felipe. Era
un placer beber el vino tinto de la dama y escucharla rememorar en voz alta sus
matrimonios y aventuras, y me asombró oír entre aquella brigada de gigolós el
nombre de Samuel Beckett. Es difícil imaginarse un acoplamiento más extraño, la
judía rica y mundana, y el monacal autor de Molloy y de Esperando a Godot. Hace
que uno se cuestione la pretenciosa soledad y austeridad de Beckett. Ya que si
un escritorzuelo inédito y en la miseria, que es lo que era Beckett en el
momento de la liaison, se echa como amante a una heredera del cobre, americana
y fea, no lo hace sin pensar en algo más que en el amor. Yo mismo, no obstante
mi admiración hacia ella, supongo que habría estado bastante interesado por su
riqueza. Pero la única razón por la cual no me comporté según acostumbro,
intentando sacarle algo, fue porque la vanidad me había convertido en un simple
y maldito idiota.
En la foto Peggy, una amiga y Beckett
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