El principio es fácil de señalar.
Estábamos al sol junto a un roble, parcialmente protegidos de un viento fuerte,
racheado. Yo estaba arrodillado en la hierba con un sacacorchos en la mano y
Clarissa me pasaba el vino, un Daumas Gassac de 1987. Aquél fue el momento, la
marca en el mapa del tiempo: yo tenía el brazo extendido y, en cuanto sentí en
la mano el cuello frío de la botella y su negra cápsula, oímos el grito de un
hombre. Nos volvimos a mirar al campo y vimos el peligro. Un instante después, corría
en su dirección. Fue una transformación absoluta: no recuerdo el momento de
soltar el sacacorchos, ni de ponerme en pie, ni de tomar una decisión ni oír la
advertencia que Clarissa gritó a mis espaldas. Qué idiotez, entrar corriendo en
esta historia y sus laberintos, alejarse a toda prisa de nuestra felicidad
entre la fresca hierba de primavera junto al roble. Volvió a oírse el mismo grito,
y el de un niño, debilitados por el viento que rugía en los altos árboles a lo
largo de los setos. Aceleré el ritmo. Y entonces, de pronto, desde diferentes
puntos del campo, otros cuatro hombres convergieron en la escena, corriendo
como yo.
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