De Grifo de Charles Baxter, p. 65-66
En 1618, a la edad de setenta
años, Katherine Kepler, la madre de Johannes Kepler, fue juzgada por brujería.
Las actas indican que estaba tan desquiciada, que era tan ofensiva con todo el mundo
que hoy en día seguirían considerándola una bruja si siguiera viva. Uno de los
biógrafos de Kepler, Angus Armitage, comenta que tenía «un carácter malévolo,,
y un interés en «cuestiones peregrinas, difíciles de nombrar. El juicio duró, con
las pausas correspondientes, tres años; en 1621, cuando la pusieron en
libertad, su personalidad se había desmadejado por completo. Murió al año
siguiente.
A la edad de seis años, el hijo
de Kepler, Frederick, murió de viruelas. Unos meses después, la mujer de
Kepler, Barbara, murió de tifus. Otros dos niños de la pareja, Henry y Susanna,
habían muerto en la tierna infancia.
Al igual que muchos hombres de su
época, Kepler dedicó buena parte de su vida adulta a cultivar los favores de la
nobleza. Solía estar sin un penique, por lo que a menudo no le quedaba más
remedio, como demuestra su correspondencia, que mendigar dádivas. Fue víctima
de la persecución religiosa, aunque en ese sentido salió mejor parado que
otros.
Después de casarse por segunda
vez, otros tres de sus hijos m11rieron en los primeros años de vida, una
estadística que en teoría implica menos carga emocional de lo que cabría
imaginar, dados los niveles de mortandad infantil de la época.
En 1619, a pesar de los hechos
citados, Kepler publicó De Harmonice Mundi, un texto en el que se propuso
establecer las correspondencias entre las leyes de la armonía y la disposición de
los planetas en movimiento. Dicho brevemente, Kepler sostenía que ciertos
intervalos, tales como la octava, las sextas mayores y menores, y las terceras
mayores y menores, eran placenteros, en tanto que otros intervalos no lo eran.
La historia indicaba que la humanidad había mostrado desde siempre disgusto por
ciertos intervalos. Con la impresión de que ese conjunto de gustos universales
apuntaba a leyes inmutables de la naturaleza, Kepler trató de plasmar geométricamente los intervalos placenteros,
para a continuación trasladar ese dibujo geométrico al orden de los planetas.
La velocidad de los planetas, no tanto su ubicación en términos estrictos,
gobernaba la armonía de las esferas. Esta velocidad imprimía a cada planeta una
nota, lo que Armitage denominó un «término en una relación condicionada
matemáticamente».
De hecho, cada planeta ejecutaba
una breve escala musical, que Kepler transcribió al pentagrama. La longitud de
la escala dependía de la excentricidad de la órbita; y las notas que lo
limitaban, por lo general parecían formar una concordia (salvo en el caso de Venus
y la Tierra, cuyas órbitas eran prácticamente circulares, por lo que formaban
escalas de espectro muy estrecho)[ ... ] en la Creación[... ] prevalecía una
concordia absoluta y los luceros de la mañana cantaban a la vez.