Eso era a principios de
primavera. Llevábamos el segundo día de viaje. Los pasajeros que realizaban trayectos
cortos entraban y salían del vagón, pero tres venían, como yo, desde el mismo
punto de partida del tren: una dama fea y mayor, fumadora, de rostro
atormentado, con un abrigo algo masculino y un sombrerito; un conocido de la
dama, parlanchín, de unos cuarenta años, con un equipaje cuidado y nuevo; y
otro señor, que se mantenía al margen, de estatura baja y movimientos bruscos; no
era aún viejo, pero su pelo rizado dejaba ver unas canas evidentemente
prematuras, y sus ojos inusitadamente brillantes saltaban veloces de un objeto
a otro. Llevaba un abrigo viejo, de sastre caro, con un cuello y un gorro de
astracán. Bajo el abrigo, cuando se lo desabrochaba, se veían un chaleco plisado
y una camisa rusa con bordados. El señor tenía además otro rasgo peculiar: de
vez en cuando emitía unos sonidos extraños, algo parecidos a una tos o a una
risa que, tras explotar, de pronto se apagaban. Durante todo el viaje este
señor había evitado a toda costa cualquier contacto y trato con el resto.
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