De Los viejos amigos de Rafael Chirbes, p.11
Son pegajosos los sentimientos de infancia, por eso uno no
acaba de librarse del todo de quienes los compartieron y, por eso, forman parte
de ellos: sentimientos como chicles. Infancia y adolescencia, territorios
pantanosos para los sentimientos, ni la solidez de la tierra ni la blandura del
agua, territorios intermedios, aunque la adolescencia es semillero de
desencuentros (“no, Carlos, no se puede confiar en ti. Venderías a Lenin por
una buena novela, por escribir una buena
novela; a tu padre, si viviera, venderías”, me dijo; éramos jóvenes, ya no
adolescentes. No he vendido a nadie, no he vendido nada que no fueran pisos). La
adolescencia: Pedrito leyendo a Baudelaire y unos folletos que le traía en el
doble fondo de la maleta y le traducía del alemán una novia de Hamburgo que se
echó en Denia; folletos que daban indicaciones acerca de cómo confeccionar
explosivos; poesía y revolución, la poesía un arma cargada de futuro; la
revolución, un acto de amor: cómo volar un cuartel, la estatua de Franco de la
Plaza del Caudillo de Valencia, la Cruz de los Caídos en la Puerta del Mar, el
monumento a Calvo Sotelo, protomártir de la cruzada de liberación. Cómo volado
todo. Ir una noche a la capital, a Valencia, y volado todo. Volarlo todo de
noche. Decía Pedrito que la revolución es el mal de la noche. “Apréndelo,
escritor. Si al menos tuvieras la rabia de Dostoievski”, me decía. Le gustaba
llamarme así, escritor, y despreciaba lo que yo hada porque decía que era,
sobre todo, bonito. «Estética», decía, y, además de a Dostoievski, me ponía
como ejemplo Los siete locos, de Arlt. Decía: «ellos tenían rabia, furor en vez
de estética)) y, al decirlo, parecía que a él mismo lo invadía una furia
extraña, epiléptica.
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