SUBSTRATO
El pequeño Billy Twillig se subió a bordo de un 747 con rumbo
a una tierra lejana. Esto se sabe a ciencia cierta. El hecho de que se subió al
avión. El avión era un Sony 747, etiquetado como tal y programado para llegar a
su punto de destino un número exacto de horas después del despegue. Todo esto es
susceptible de verificación, marcado con guijarros (khalix, calculus), tan real
como el número uno. Pero por delante quedaba el horizonte soñoliento, latiendo
entre el polvo y los gases, una ficción cuyos límites venían determinados por
la perspectiva de uno, un poco como esas cantidades imaginarias (la raíz
cuadrada de menos uno, por ejemplo) que conducen a dimensiones nuevas.
El avión fue rodando hasta una pista de despegue remota. Billy
iba sujeto con el cinturón a un asiento de ventanilla. A su lado, en la hilera
de asientos dispuestos en formación 5-2-3- 2-5, iba sentado un hombre leyendo
una revista de navegación deportiva, y al lado del hombre había una, dos y
hasta tres niñas. Aquélla era toda la proximidad que a Billy le apetecía explorar
de momento. Tenía catorce años y era más pequeño que la mayoría de los chicos
de su edad. Si se lo examinaba de cerca, se podía encontrar en él una capacidad
asombrosa de concentración
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