De Un mundo deslumbrante de Siri Hustvedst, p. 105
Mis
padres no estaban de acuerdo respecto a las manchas de semen. Mi madre se
planteaba por qué había que rechazar el aspecto personal de la obra, por qué
considerar que la masturbación de un
hombre, su soledad y tristeza eran ajenos al arte. Fue muy enfática. Dijo que
había que distinguir entre lo que uno veía (manchas) y su identificación como
residuo humano. A mi padre todo aquello de las manchas le parecía excesivo y
repugnante. Oscar, que suele ser bastante flemático, dijo que por lo que estaba
oyendo, la obra parecía una estupidez, una verdadera estupidez. Yo dije que no
estaba segura. No había visto la exposición. Lo cual significa que mi madre era
la única que defendía el semen frente a dos hombres que llevaban años
produciéndolo regularmente. Recuerdo que pensé que era una suerte que las
emisiones de ambos hubieran dado en el blanco, por lo menos un par de veces. Mi
madre se fue exaltando e irritando cada vez más y hablaba sin parar. La técnica
habitual de mi padre era la de cambiar de tema, lo cual sólo servía para
aumentar la furia de mi madre, que acababa gritando: «¿Por qué no me
contestas?" Por entonces yo tenía veintiséis años, estaba casada y
embarazada, e incluso a esas alturas de mi vida me resultaba intolerable
aquella tensión entre mis padres. Mi madre se empeñaba en continuar con su
defensa apasionada mientras mi padre,
incómodo, paseaba la mirada por la habitación y deseaba para sus adentros que
ella se callara de una vez. He presenciado esa misma escena miles de veces y he
sentido cómo mi propia ansiedad iba en aumento hasta sentir que iba a explorar
en pedazos. Por supuesto, allí ya no se estaba hablando del semen de Anselm
Kiefer. Después de tantos años de matrimonio mis padres continuaban
malinterpretándose mutuamente
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