De La ley y la dama de Wilkie Collins, p. 120-121
Apoyada en la ventana, evoqué
otra noche luminosa en la que Eustace y yo paseábamos por el jardín de la vicaría
antes de casamos; fue aquella noche, de la que ya he hablado, en la que
surgieron serios obstáculos a nuestra boda y Eustace me ofreció liberarme del compromiso.
De nuevo vi su rostro querido, mirándome a la luz de la luna. Una vez más oí
sus palabras y las mías. “Perdóname, me había dicho él, por haberte amado
apasionadamente, devotamente. ¡Perdóname y deja que me vaya”. Y yo le había contestado:
“¡Eustace, sólo soy una mujer! ¡No me vuelvas loca! No puedo vivir sin ti, y
voy a ser tu esposa¡. ¡Tengo que serlo¡ Y ahora, después de que el matrimonio nos hubiera unido
para siempre, ¡estábamos separados! Separados aunque nos amábamos más apasionadamente
que nunca. ¿Y todo por qué? Porque él había sido acusado de un crimen que no
había cometido y porque aquel condenado tribunal escocés había fracasado en el
cometido de probar su inocencia.
Miré la luz de la luna, rodeada
de recuerdos. Me quemaba un nuevo ardor. “¡No!, me dije. Ningún pariente, ningún
amigo hará que le falle a mi marido. A partir de ahora, la única razón de mi vida
será la proclamación de su inocencia. ¡Y comenzaré esta misma noche!
Bajé las persianas y encendí las
velas. En aquella noche tranquila, estando sola y sin ayuda, di el primer paso
en el arduo y penoso camino que tenía ante mí. Desde el titulo hasta la última
página, sin un momento de descanso y sin saltar una sola línea, leí el informe
oficial del proceso contra mi marido por el asesinato de su primera esposa.
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