De los mejores amigos de Rafael Chirbes, p. 99
a una mujer que elige la ropa que
va a ponerse esa primavera y que descubre que, entre las demás clientas, hay una
desconocida que le sonríe y se acerca a ella para decirle que ese estampado le
sienta muy bien, y se ofrece a acompañarla al probador, donde la ayuda a
ajustarse la prenda en la cadera, y alisa la caída de la falda con la palma de
la mano, y le da aire al vuelo con unos pequeños golpes, y luego se queda a su
lado mientras paga y, una vez sobre la acera, la invita a un té en una elegante
terraza del boulevard des Italiens. Pero no, esas cosas no fue el maestro de
Pedrito quien nos las descubrió, eso fue Proust. Otro que blindó su habitación.
Aunque a Proust creo que no lo ha leído jamás Pedrito. Tengo que preguntárselo
luego, que no se me olvide. No acabo de imaginarme a Pedrito leyéndose a
Proust. A Elisa, sí. Elisa sí que se leía a Proust. Pedrito ha hablado hace un
instante de Elisa Redol. No he querido oírlo. «La pasión tritura, reduce a
escombros ideologías, imágenes, fortunas», he oído que le decía a Lalo.
Seguramente habla de sus fantasmas, del fantasma de su pasión por Elisa. Lo ha
dicho un momento antes de levantarse para el brindis: «Por los que se pusieron
de rodillas para tocar el cielo y hoy se arrastran; por los que yacen en una
tumba que nadie visita; por los que pidieron que sus cenizas fueran esparcidas
en una playa o al pie de un olivo, convencidos de que volvían a una tierra que
poseía un orden que el hombre interpretaba con su razón.» Pedrito ha iniciado,
copa en alto, un brindis que, cuando se ha puesto en pie para hablar, parecía que
iba a limitarse a media docena de palabras, pero que luego ha ido alargándose y
subiendo de tono. Está bastante borracho y su propia emoción alcohólica le
impide descubrir el efecto que sus palabras nos producen.
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