De La Sonata a Kreutzer de Lev Tolstoi, p. 91-92
-Y así vivíamos. Nuestras
relaciones eran cada vez más hostiles. Y finalmente llegaron a tal extremo que
no eran las diferencias las que provocaban la hostilidad, sino que era ésta la
que daba lugar a las desavenencias; dijera lo que dijera mi mujer, de antemano yo
estaba en contra, y lo mismo le ocurría a ella.
»Al cuarto año, decidimos, cada
uno por su lado y en cierto modo sin proponérnoslo, que no éramos capaces de
comprendernos ni de alcanzar un acuerdo. Y abandonamos todo intento de llegar a
un acuerdo definitivo. En las cosas más sencillas, sobre todo si se referían a
los niños, invariablemente nos quedábamos cada cual con su criterio.
»Tal como hoy lo recuerdo, las
opiniones que yo defendía tampoco me eran tan caras como para no renunciar a ellas;
pero ella tenía una opinión contraria, de manera que transigir significaba
darle la razón. Cosa que yo no podía hacer. Y ella tampoco. Ella seguramente pensaba
que siempre tenía toda la razón, y yo me consideraba un santo comparado con
ella.
»Cuando nos encontrábamos los dos
solos, casi siempre estábamos condenados al silencio o a mantener conversaciones
que, estoy convencido, hasta los animales podrían mantener entre sí: "¿Qué
hora es? Ya es hora de acostarse. ¿Qué hay para comer? ¿Adónde vamos? ¿Qué pone
el periódico? Hay que llamar al doctor. A Masha le duele la garganta."
Bastaba con apartarse un ápice de
este círculo de temas, estrechísimo a más no poder, para que brotara la
irritación. Se producían choques y expresiones de odio por el café, el mantel,
el carruaje, una jugada en una partida de cartas, asuntos todos que no tenían
absolutamente ninguna importancia para ninguno de los dos.
»¡Al menos en lo que a mí se
refiere, el odio que hervía en mí hacia ella era abrasador! Miraba a veces cómo
llenaba la taza de té, balanceaba una pierna o se acercaba la cuchara a la boca
y sorbía ruidosa el contenido en la boca, y la odiaba justamente por eso, como
si se tratara de un crimen. Entonces no me daba cuenta de que los ataques de
ira surgían en mí de modo regular y ordenado, en función de los períodos que
llamábamos de amor. Un período de amor, otro de odio; un período enérgico de
amor y un largo período de odio; una muestra más débil de amor y un breve
período de enfado. Entonces no entendíamos que el amor y el odio eran el mismo sentimiento
animal aunque tomado desde el otro extremo. Habría sido horroroso vivir de este
modo si hubiésemos comprendido nuestra situación, pero ni la comprendíamos ni
nos dábamos cuenta de ella.
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