Bartebly y yo, Gay Talese, po. 227
En torno a un millón de edificios
se alzan en la ciudad de Nueva York. Estos incluyen rascacielos, bloques de
apartamentos, brownstones, bungalós,
tiendas, grandes almacenes, ultramarinos, talleres mecánicos, colegios,
iglesias, hospitales, centros de día y refugios para indigentes.
A lo largo de sus aproximadamente
setecientos ochenta kilómetros cuadrados también se cuentan más de diecinueve mil
solares vacíos, uno de los cuales amaneció así por sorpresa hace muchos años
-el ubicado en el 34 Este de la calle Sesenta y dos, entre la avenida Madison y
Park Avenue--, después de que el infeliz dueño de un browstone decidiera volarlo por los aires (con él dentro), antes
que vender su preciada residencia decimonónica y de estilo neogriego y
desembolsar cuatro millones de dólares a la mujer de la que se había divorciado
tres años atrás, por orden judicial.
Este hombre era un médico de
sesenta y seis años llamado Nicholas Bartha. Un individuo corpulento, con gafas,
de pelo blanco, dos metros de estatura, de modales formales y un ligero acento
extranjero. Había nacido en Rumanía, en 1940, en el seno de una familia con
recursos -su padre era católico, y su madre, judía-, cuyo hogar y su negocio
ligado a las minas de oro habían sido confiscados por los nazis y luego por los
soviéticos. Muchas décadas después, cuando una jueza de Nueva York había
fallado a favor de su exesposa y le había ordenado desalojar el 34 Este de la
calle Sesenta y dos, el doctor Bartha había jurado: «No voy a permitir que
nadie me eche de mi casa como ya hicieron los comunistas en Rumanía en 1947»
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