Kafka no quiere morir, Laurent Seksik, p. 270
-¿Se lo quieres pedir a Dios?
-Casi ... ¡A Einstein!
Ella se echa a reír, aunque sabe
muy bien que, desde Princeton, donde ha encontrado refugio, Einstein tiene fama
de responder a todas las solicitudes de petición de asilo que provengan de Alemania.
Provee de recomendaciones firmadas de su puño y letra a diestro y siniestro,
esos «afidávits » que la administración norteamericana exige para entrar en su
suelo o permanecer en él. Se está convirtiendo en el Moisés de los judíos alemanes,
al posibilitar que crucen el océano. Pero, ay, la misericordia del secretario
de Estado norteamericano, el temible Cordel! Hull, tiene un límite. Y en
materia de salvación de judíos, ese límite hace tiempo que ya se superó.
-¿Qué quieres decirle a Einstein?
El físico fue profesor antes de
la guerra en la Universidad de Praga, donde Robert estudió quince años más
tarde. Esto podría crear un vínculo. Aunque sobre todo quiere evocar a Kafka.
En Praga, Einstein frecuentaba la casa de Berta Fanta, aquel salón literario
del que Franz hablaba a menudo, donde incluso llegó a hacer alguna lectura. Tal
vez los dos genios se cruzaron allí. Tal vez, en la misma velada, Kafka leyó
extractos de La condena y Einstein tocó el violín. Pero su intención es contarle
a Einstein que él es uno de los especialistas alemanes del tratamiento
quirúrgico de la tuberculosis y que puede poner su saber, sus conocimientos y
las técnicas operatorias desarrolladas en el hospital de la Charité al servicio
de Estados Unidos.
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