Se mía, Richard Ford, p. 108
la «regla» que me enseñaron en mi
curso de escritura en Michigan y que decía que insertar una muerte en algo tan
frágil como un relato no estaba permitido, ya que la muerte debe tener una
importancia proporcional a la vida que se acaba, y los relatos cortos, según mi
profesor, no eran buenos para relatar la enormidad de la vida humana. Ese era el
terreno de la novela. Y como a mí no se me daba muy bien dar una importancia
desmesurada a los personajes, mi destino estaba decidido. Pero ahora, como últimamente
he tenido cada vez más trato con la muerte (la muerte en mayúsculas y en
minúsculas), he llegado a la conclusión de que la regla de mi profesor era
errónea. No es la vida la que es casi insondable y necesita amplificación y más
luz. En el caso de la vida, hay muchos datos con los que trabajar, ya que todos
tenemos una. El misterio profundo y la historia real es la muerte. Pensadlo: yo
lo hago a menudo, escuchando la respiración de mi hijo durante las horas
trascendentes de cada noche, cuando pienso que estoy muriendo junto a él.
Extrañamente, nunca he sentido que tengo menos en común con él que en estos
días y semanas de su evanescencia. Aunque puedo decir que le conozco mucho mejor,
nunca he tenido menos «relación», nunca he estado más a oscuras sobre cómo
piensa y siente las cosas. No es tan diferente a contemplar el espacio
exterior, que intentamos imaginar pero en realidad no podemos. Como dice el
viejo y genial Heidegger, solo la plena conciencia de la muerte (que solo se
consigue de una manera) permite apreciar la plenitud y el misterio del ser.
Bla, bla.
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