Nueva York es una ciudad de cosas que pasan inadvertidas. Es una ciudad con gatos durmiendo bajo vehículos aparcados, dos armadillos de piedra que trepan por la catedral de San Patricio y miles de hormigas arrastrándose sobre la cima del Empire State Building. Probablemente las hormigas acabaran ahí transportadas por el viento o los pájaros, pero nadie lo sabe con certeza; las hormigas son tan desconocidas para la gente de Nueva York como el mendigo que coge taxis hasta el Bowery, o el hombre atildado que rebusca entre los cubos de basura de la Sexta Avenida, o el médium que ronda por los números setenta de la zona oeste asegurando: «Soy clarividente, clariaudiente y clarisensorial».
Nueva York es una ciudad para
excéntricos y una fuente de retazos de información extraña. Los neoyorquinos parpadean
veintiocho veces por minuto, pero cuarenta cuando están tensos. La mayoría de
los que mastican palomitas en el estadio de los Yankees hacen una breve pausa
justo antes de un lanzamiento. Los que mastican chicle en las escaleras
mecánicas de Macy's hacen una breve pausa, justo antes de abandonarlas, para
concentrarse en el último escalón. Los encargados de limpiar la piscina de los
lobos marinos en el zoo del Bronx se encuentran monedas, clips, bolígrafos y
monederos de niñas ...
En Nueva York, del amanecer al
atardecer, día tras dia, uno puede oír el retumbo constante de los neumáticos sobre
el asfalto del puente George Washington. El puente jamás está del todo inmóvil.
Tiembla con el tráfico. Se mueve con el viento.
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