Ensayo general, Milena Busquets, p. 45
He vuelto a ir al Liceo. De niña me llevaban a las representaciones de ballet. Mi madre reservaba uno de los palcos de platea y lo llenaba de amigos. Cada palco tenía su antepalco, un salón pequeño como un camarote de barco donde dejábamos nuestras cosas, comíamos canapés y charlábamos durante el entreacto. Me pregunto si alguna vez alguien los utilizó para hacer el amor mientras la música sonaba fuera, los cantantes respiraban profundamente y abrían los brazos y las bailarinas demostraban que incluso frente a la desgracia más absoluta se podía ser grácil y etéreo. Seguro que sí, todos tenemos una imaginación bastante parecida y una imaginación calenturienta bastante parecida también, tal vez incluso fuesen construidos especialmente para eso, para follar. Los quitaron hace años, claro. Ya no se suele reservar un palco entero para toda la temporada, los asientos se venden de forma individual, como los del resto del teatro, no hay ningún sitio para besarse, ni para fumar, ni para echar una cabezadita si estás cansado, ni para pensar a solas (el pensamiento se ha vuelto muy aburrido porque ya casi nunca pensamos a solas, lo hacemos en grupo, como un rebaño de vacas gordas y satisfechas, la promiscuidad del pensamiento cuando el pensamiento debería ser como una monja de clausura, sola delante de un muro, puro, duro, brillante, no promiscuo, bastardo, mugriento y perezoso).
Y un día, diez años más tarde, mi
madre me llamó por teléfono desconsolada porque el Liceo acababa de arder.
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