Se mía, Richard Ford, p. 264
El Palacio del Maíz, cuando siento a Paul en su silla y le empujo
hacia la parte delantera del edificio, es tan gratificante como lo recordaba
cuando era un niño de diez años que no sabía nada. Aunque también es ni más ni
menos que como lo recuerdo: unos primeros recuerdos entrañables avivados por el
glamur de la vida que acabas de conocer y apagados por el paso del tiempo. A
menudo, no es una desventaja.
Concebido en un principio por los impávidos y melancólicos padres
luteranos de la ciudad, que tenía una vena traviesa, como un homenaje festivo
(si bien kremliniano) a Deméter en medio de la población, el Palacio del Maíz
fue siempre, incluso hace ciento cuarenta años, una curiosidad arquitectónica.
(¿Para qué querríamos dos?) Cuando servía de extravagante centro cívico en los
días de la expansión al oeste, todo el exterior del palacio -varios muros de
quince por treinta metros- estaba literalmente cubierto de «arte» hecho con
mazorcas de maíz para crear imágenes gigantescas y rústicas que promovieran
temas sólidos de la cámara de comercio, favorables a los negocios y edificantes
para el municipio. «Setenta y cinco años de progreso en la pradera.» «El noble
piel roja.» «Lewis y Clark.» «La fe de los colonos”. Cuando mis padres me trajeron en el 54, de camino al
monte Rushmore, el tema del año era «El regreso del Chico de Dakota», con grandes
imágenes de un sonriente Mr. Welk (acordeón en ristre) y su Champagne Orchestra
(que, de hecho, actuó mientras estábamos allí y la gente bailó dentro del
palacio) y que a mi madre le gustó, y a mí más o menos, aunque mi padre, que
tenía a gala no bailar nunca, se quedó en el vestíbulo fumando cigarrillos y
contemplando la Amenaza Roja, cosa que a mi madre y a mí no nos importaba
demasiado.
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