Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

iQUÉ NECESITA UNO PARA SER FELIZ?


Ensayo general, Milena Busquets, p. 73

Ser feliz no es tan difícil, no hacen falta tantas cosas, no son necesarias tantas personas, ni tanto éxito, ni tantos viajes, ni tantos libros. Yo creo que, en las épocas buenas, soy feliz al menos una vez al día, incluso más. No hace falta desear que el tiempo se detenga o ver el Partenón o que sea verano y estar bañándote en el Mediterráneo. No hace falta estar delgadísimo ni tener una casa enorme. No es necesario comprar una chaqueta de tweed, un vestido por duplicado o el vigésimo par de vaqueros casi idénticos a los que uno ya tiene. Tampoco hace falta escribir dos páginas buenas al día porque sabes que eso es imposible y que si pudieses pedir algo imposible pedirías cenar con tu madre una vez más. No hace falta tener grandes amigos, es suficiente con tener cerca a algunas personas a las que respetes y admires o con las que hayas compartido una parte de tu juventud, a alguien que te haya tendido la mano en un momento crítico o que se la haya tendido a otro ser humano.


INCIPT 1.478. CARA DE PAN / SARA MESA


La primera vez la coge tan desprevenida que se sobresalta al verlo. La niña está apoyada en el tronco del árbol, leyendo una revista, cuando oye sus pasos acercándose, el chasquido de las hojas secas al quebrarse, y después lo ve, de pie delante de ella, quizá un poco turbado pero no sorprendido por encontrarla allí, oculta tras los setos. El viejo pide perdón -¡no quise asustarte!, dice- y después le pregunta qué está leyendo, pero entre una cosa y otra -entre la disculpa y la pregunta- a la niña le da tiempo a reaccionar. Esto, responde mostrándole la revista, una revista para chicas. Quizá así -piensa ella-, al ver esa revista que obviamente no es para niñas, creerá que es mayor de lo que es y evitará la temida pregunta -qué haces aquí, a estas horas-, aunque lo cierto es que el viejo se limita a sonreír y a mirar la revista, vacilante. Al principio parece que va a cogerla -sus dedos dudan, se estiran en su dirección-, pero el gesto se deshace y la mano cae a un lado, como muerta.


INCIPIT 1.477. MAMUT / EVA BALTASAR


El día que iba a preñarme, cumplía veinticuatro años y organicé una fiesta de cumpleaños que, en realidad, era una fiesta de fecundación encubierta. Algunos compañeros de piso me ayudaron. Llamaron a amigos y conocidos. Mis amigos podían traer a sus conocidos. Necesitaba gente; cuanta más, mejor. Reunir a una multitud, a ese hormiguero donde los gestos épicos pasan desapercibidos. Quería ser madre soltera, que ningún padre me reclamase nunca su parte. Era abril y la primavera estallaba en los ventanales con la inmensa vaharada de vida en suspensión. Esa desmesurada da luz me hacía sentir fértil, la tragaba como una medicina, creía en ella, en su función preparatoria para convertir mi vientre en una capilla. Después del almuerzo, me tumbaba en el sofá-cama de mi habitación, apoyaba la cabeza contra los cristales que daban al zoológico y me entregaba a esa fosforescencia que transformaba mi piel en oro, los pelos de mi brazo en espiga pura, mis piernas en disolutos y laxos apéndices. Me masturbaba al sol deseando un hijo. Me dormía acunada por chillidos de aves enjauladas y despertaba al atardecer


LUNA


Cuchillo, Salman Rushdie, p. 21

En mí novela Ciudad Victoria los primeros reyes del imperio indio de Bisnaga aseguran ser descendientes del dios Luna y, en consecuencia, formar parte de la llamada «estirpe lunar», entre cuyos miembros se cuentan Krishna y el poderoso guerrero Arjuna del Mahabharata. A mí me gustaba la idea de que, en lugar de que simples terráqueos hubieran viajado a nuestro satélite en una nave curiosamente bautizada con el nombre del dios sol Apolo, hubieran sido divinidades lunares las que descendieran al planeta Tierra. Estuve un rato allÍ de pie, al claro de luna, y pensé en asuntos lunares. Por ejemplo, en la anécdota apócrifa de Neil Armstrong al poner el pie en la luna y decir por la bajo: «Buena suerte, señor Gorsky», porque, según parece, siendo apenas un muchacho en su Ohio natal, oyó discutir al matrimonio Gorsky por el deseo del señor G de que le hicieran una felación. La señora Gorsky, se dice, le respondió: «Pues tendrás que esperar a que el chico de al lado llegue a la luna». La anécdota, lamentablemente, no era verídica, pero mí amiga Allegra Huston había hecho una divertida película sobre el particular.

Pensé también en «La distancia hasta la luna», un relato de !talo Calvino perteneciente a Cosmicomics, acerca de una época en que el satélite estaba mucho más cercano a la Tierra que ahora y los enamorados podían alcanzarlo de un salto para sus citas lunares.

Y pensé en Billy Boy, de Tex Avery, los dibujos animados donde el pequeño macho cabrío se come la luna.

Mi cabeza funciona así, por libre asociación.


JAVIER MARIAS


Ensayo general, Milena Busquets, p. 72

Yo tenía una amistad pendiente con Marías. Durante meses o quizá años no podré escuchar su nombre sin sentir una punzada de dolor y de incredulidad en el corazón, sin pensar que murió demasiado pronto; sé que no soy la única. Entre susurros y sin hacer grandes dramas, sus hordas de lectores le echan de menos como se echa de menos a un amigo -a alguien que te hizo feliz y que supo a ratos alejar la soledad y el miedo, a alguien que cumplió con el destino de todos: hacer que el mundo fuese un lugar un poco mejor-, hablan de él y, sobre todo, le siguen leyendo. Seguro que Javier Marías sabía que era el mejor escritor de España, espero que supiera también que además (a pesar de ser un gruñón y de tener tal vez la polla un poco vieja, como correspondería a un hombre de su edad) era el más querido.


EL GRAN TEATRO DEL LICEO


Ensayo general, Milena Busquets, p. 45

He vuelto a ir al Liceo. De niña me llevaban a las representaciones de ballet. Mi madre reservaba uno de los palcos de platea y lo llenaba de amigos. Cada palco tenía su antepalco, un salón pequeño como un camarote de barco donde dejábamos nuestras cosas, comíamos canapés y charlábamos durante el entreacto. Me pregunto si alguna vez alguien los utilizó para hacer el amor mientras la música sonaba fuera, los cantantes respiraban profundamente y abrían los brazos y las bailarinas demostraban que incluso frente a la desgracia más absoluta se podía ser grácil y etéreo. Seguro que sí, todos tenemos una imaginación bastante parecida y una imaginación calenturienta bastante parecida también, tal vez incluso fuesen construidos especialmente para eso, para follar. Los quitaron hace años, claro. Ya no se suele reservar un palco entero para toda la temporada, los asientos se venden de forma individual, como los del resto del teatro, no hay ningún sitio para besarse, ni para fumar, ni para echar una cabezadita si estás cansado, ni para pensar a solas (el pensamiento se ha vuelto muy aburrido porque ya casi nunca pensamos a solas, lo hacemos en grupo, como un rebaño de vacas gordas y satisfechas, la promiscuidad del pensamiento cuando el pensamiento debería ser como una monja de clausura, sola delante de un muro, puro, duro, brillante, no promiscuo, bastardo, mugriento y perezoso).

Y un día, diez años más tarde, mi madre me llamó por teléfono desconsolada porque el Liceo acababa de arder.


CENTRAL PARK


Bartebly y yo, Gay Talese, p. 322

Al completarse Central Park en 1873, el valor de las propiedades al norte de la calle Cincuenta y nueve se multiplicó un doscientos por cien. Entre las décadas de los sesenta y los ochenta del siglo XIX, la población de Manhattan pasó de unas ochocientas mil personas a más de un millón, gracias en buena medida a la afluencia de inmigrantes. Muchos de ellos formaron parte del cuerpo de veinte mil trabajadores del parque que aportaron el músculo necesario para desplazar las rocas, cavar la tierra y plantar sus más de doscientos setenta mil árboles y arbustos.

En los años precedentes, la ciudad había expulsado a varios centenares de ocupantes ilegales y chabolistas que llevaban mucho tiempo viviendo entre los salientes rocosos con sus cerdos y sus cabras, lo cual abarcaba un área que se extendía desde la calle Cincuenta y nueve a la Ciento seis, delimitada por las avenidas Quinta y Octava. En las fases finales de su construcción, el extremo norte de Central Park llegaba hasta la calle Ciento diez y su alcance era de trescientas cuarenta y un hectáreas. Durante las tardes de invierno, los visitantes patinaban en lagos que antaño habían sido pantanos.


NUEVA YORK


Bartebly y yo, Gay Talese, po. 227

En torno a un millón de edificios se alzan en la ciudad de Nueva York. Estos incluyen rascacielos, bloques de apartamentos, brownstones, bungalós, tiendas, grandes almacenes, ultramarinos, talleres mecánicos, colegios, iglesias, hospitales, centros de día y refugios para indigentes.

A lo largo de sus aproximadamente setecientos ochenta kilómetros cuadrados también se cuentan más de diecinueve mil solares vacíos, uno de los cuales amaneció así por sorpresa hace muchos años -el ubicado en el 34 Este de la calle Sesenta y dos, entre la avenida Madison y Park Avenue--, después de que el infeliz dueño de un browstone decidiera volarlo por los aires (con él dentro), antes que vender su preciada residencia decimonónica y de estilo neogriego y desembolsar cuatro millones de dólares a la mujer de la que se había divorciado tres años atrás, por orden judicial.

Este hombre era un médico de sesenta y seis años llamado Nicholas Bartha. Un individuo corpulento, con gafas, de pelo blanco, dos metros de estatura, de modales formales y un ligero acento extranjero. Había nacido en Rumanía, en 1940, en el seno de una familia con recursos -su padre era católico, y su madre, judía-, cuyo hogar y su negocio ligado a las minas de oro habían sido confiscados por los nazis y luego por los soviéticos. Muchas décadas después, cuando una jueza de Nueva York había fallado a favor de su exesposa y le había ordenado desalojar el 34 Este de la calle Sesenta y dos, el doctor Bartha había jurado: «No voy a permitir que nadie me eche de mi casa como ya hicieron los comunistas en Rumanía en 1947»


INICPIT 1.476. BARTEBLY Y YO / GAY TALESE


Nueva York es una ciudad de cosas que pasan inadvertidas. Es una ciudad con gatos durmiendo bajo vehículos aparcados, dos armadillos de piedra que trepan por la catedral de San Patricio y miles de hormigas arrastrándose sobre la cima del Empire State Building. Probablemente las hormigas acabaran ahí transportadas por el viento o los pájaros, pero nadie lo sabe con certeza; las hormigas son tan desconocidas para la gente de Nueva York como el mendigo que coge taxis hasta el Bowery, o el hombre atildado que rebusca entre los cubos de basura de la Sexta Avenida, o el médium que ronda por los números setenta de la zona oeste asegurando: «Soy clarividente, clariaudiente y clarisensorial».

Nueva York es una ciudad para excéntricos y una fuente de retazos de información extraña. Los neoyorquinos parpadean veintiocho veces por minuto, pero cuarenta cuando están tensos. La mayoría de los que mastican palomitas en el estadio de los Yankees hacen una breve pausa justo antes de un lanzamiento. Los que mastican chicle en las escaleras mecánicas de Macy's hacen una breve pausa, justo antes de abandonarlas, para concentrarse en el último escalón. Los encargados de limpiar la piscina de los lobos marinos en el zoo del Bronx se encuentran monedas, clips, bolígrafos y monederos de niñas ...

En Nueva York, del amanecer al atardecer, día tras dia, uno puede oír el retumbo constante de los neumáticos sobre el asfalto del puente George Washington. El puente jamás está del todo inmóvil. Tiembla con el tráfico. Se mueve con el viento.


INCIPIT 1.475. BOULDER / EVA BALTASAR


Quellón. Chiloé. Una noche hace muchos años. Las diez pasadas. Ni cielo ni vegetación ni océano. Sólo viento, la mano que todo lo toma. Seremos una docena de personas. Almas. En un lugar como este, a esta hora, puede decirse que las personas son almas. El embarcadero es pequeño y hace pendiente. La isla se entrega al agua en bloques de hormigón a los que están sujetos, uno al lado de otro, alnos amarraderos. Parecen las cabezas deformes de los descomunales clavos que sujetan este muelle al fondo del mar. Nada más. La quietud de los isleños me maravilla. Están sentados bajo la lluvia, dispersos, junto a unos bultos grandes como baúles. Se cubren con plásticos resistentes al viento, comen en silencio con un termo entre las piernas. Esperan. La lluvia les percute como si los maldijera, les resbala por la chepa y forma riachuelos que bajan hasta el mar, esa boca inmensa nunca cansada de recibir y tragar. Hace un frío curioso, habré bebido de él, porque lo siento fanático, combativo, bajo la piel y más adentro, en los arcos que construyen los órganos entre ellos. Isleños incompresibles.


DE LA VEJEZ


Se mía, Richard Ford, p. 108

"En cuanto vislumbramos los límites de nuestra existencia, se desvanece el sueño que nos llevó a creer que disponíamos de infinitas posibilidades: la comodidad, la ociosidad, tomarse las cosas a la ligera."

Leí esto de madrugada, segundos después de las 2.46, en el Hilton de Sioux Falls, con mi hijo profundamente dormido en la cama contigua. A menudo, cuando me despierto a esa hora, pienso en lo lejos que estoy de mi primer despertar -2.46, Biloxi, 1945- y me maravillo de la vida transcurrida entre esos dos momentos: llena de comodidad, ociosidad y cosas tomadas a la ligera. El viejo Heidegger solo escribía sol sobre el ser humano (aunque alemán), pero dio con una expresión bastante exacta de mi situación y la de mi hijo, juntos en la gran franja central del país. Nuestro dilema humano no es tan único como podría pensarse, sino parecido al de todos. Lo que significa que ser viejo es exactamente igual que tener una enfermedad mortal, al menos en la medida en que yo no estoy más dispuesto que mi hijo a renunciar a la comodidad, a la ociosidad y a tomarme las cosas serias a la ligera.


El Palacio del Maíz,


Se mía, Richard Ford, p. 264

El Palacio del Maíz, cuando siento a Paul en su silla y le empujo hacia la parte delantera del edificio, es tan gratificante como lo recordaba cuando era un niño de diez años que no sabía nada. Aunque también es ni más ni menos que como lo recuerdo: unos primeros recuerdos entrañables avivados por el glamur de la vida que acabas de conocer y apagados por el paso del tiempo. A menudo, no es una desventaja.

Concebido en un principio por los impávidos y melancólicos padres luteranos de la ciudad, que tenía una vena traviesa, como un homenaje festivo (si bien kremliniano) a Deméter en medio de la población, el Palacio del Maíz fue siempre, incluso hace ciento cuarenta años, una curiosidad arquitectónica. (¿Para qué querríamos dos?) Cuando servía de extravagante centro cívico en los días de la expansión al oeste, todo el exterior del palacio -varios muros de quince por treinta metros- estaba literalmente cubierto de «arte» hecho con mazorcas de maíz para crear imágenes gigantescas y rústicas que promovieran temas sólidos de la cámara de comercio, favorables a los negocios y edificantes para el municipio. «Setenta y cinco años de progreso en la pradera.» «El noble piel roja.» «Lewis y Clark.» «La fe de los colonos”. Cuando  mis padres me trajeron en el 54, de camino al monte Rushmore, el tema del año era «El regreso del Chico de Dakota», con grandes imágenes de un sonriente Mr. Welk (acordeón en ristre) y su Champagne Orchestra (que, de hecho, actuó mientras estábamos allí y la gente bailó dentro del palacio) y que a mi madre le gustó, y a mí más o menos, aunque mi padre, que tenía a gala no bailar nunca, se quedó en el vestíbulo fumando cigarrillos y contemplando la Amenaza Roja, cosa que a mi madre y a mí no nos importaba demasiado.


LA MUERTE


Se mía, Richard Ford, p. 108

la «regla» que me enseñaron en mi curso de escritura en Michigan y que decía que insertar una muerte en algo tan frágil como un relato no estaba permitido, ya que la muerte debe tener una importancia proporcional a la vida que se acaba, y los relatos cortos, según mi profesor, no eran buenos para relatar la enormidad de la vida humana. Ese era el terreno de la novela. Y como a mí no se me daba muy bien dar una importancia desmesurada a los personajes, mi destino estaba decidido. Pero ahora, como últimamente he tenido cada vez más trato con la muerte (la muerte en mayúsculas y en minúsculas), he llegado a la conclusión de que la regla de mi profesor era errónea. No es la vida la que es casi insondable y necesita amplificación y más luz. En el caso de la vida, hay muchos datos con los que trabajar, ya que todos tenemos una. El misterio profundo y la historia real es la muerte. Pensadlo: yo lo hago a menudo, escuchando la respiración de mi hijo durante las horas trascendentes de cada noche, cuando pienso que estoy muriendo junto a él. Extrañamente, nunca he sentido que tengo menos en común con él que en estos días y semanas de su evanescencia. Aunque puedo decir que le conozco mucho mejor, nunca he tenido menos «relación», nunca he estado más a oscuras sobre cómo piensa y siente las cosas. No es tan diferente a contemplar el espacio exterior, que intentamos imaginar pero en realidad no podemos. Como dice el viejo y genial Heidegger, solo la plena conciencia de la muerte (que solo se consigue de una manera) permite apreciar la plenitud y el misterio del ser. Bla, bla.


MELVILLE


Bartebly y yo, Gay Talese, p. 63

En el mundo de Whitman, los difuntos recientes eran «alguien» o un «donnadie», y si los familiares de los segundos deseaban hacer pública su pérdida, no tenían otra opción que comprar uno de los espacios que el diario destinaba a las necrológicas, las cuales aparecían en un cuerpo de letra diminuto.

Uno de los dolientes que hizo esto, dado que la muerte de su marido había pasado desapercibida, fue una viuda llamada Elizabeth Melville. Después de que aquel sufriera un infarto en el domicilio neoyorquino que compartía la pareja, poco después de la medianoche del 28 de septiembre de 1891, pagó un anuncio de seis líneas que al día siguiente reprodujeron varios periódicos: “Herman Melville falleció ayer en su domicilio del 104 Este de la calle Veintiséis de esta ciudad, fruto de un infarto, a los setenta y dos años. Fue el autor de Typee y Omoo, Mobie Dick y otras historias de temática marina, escritas años atrás. Deja esposa y dos hijas, la señora M. B. Thomas y la señorita Melville.”

El de Melville fue uno de aquellos casos en los que, tomando prestada una expresión de A. E. Housman, el nombre murió antes que el hombre. La carrera de Melville había empezado de forma prometedora al publicar dos novelas superventas antes de cumplir los treinta: Typee, en 1846, y Omoo, su secuela, en 1847, ambas basadas en las aventuras vividas durante sus viajes a la Polinesia. Pero ninguno de los dieciséis libros que siguieron -novelas, poemarios o relatos como «Bartleby, el escribiente»- despertaron mucho interés entre los lectores. De hecho, todos sus libros estuvieron descatalogados y cayeron en el olvido durante el último tercio de su vida, incluyendo su empresa más ambiciosa, Moby Dick, cuyo título se reprodujo mal en varias de las notas necrológicas dedicadas a su autor. No sería hasta el centenario del nacimiento de Melville, en 1919, al que siguió la publicación en 1914 de su novela póstuma, Billy Budd, que los académicos y los lectores descubrirían y apreciarían sus escritos tempranos, reconociéndolo al fin como una de las figuras literarias más destacadas de la nación.


BARTEBLY


Bartebly y yo, Gay Talese, p. 16

«Bartleby no muestra emoción alguna a lo largo de la historia». Esta última apreciación no es del todo cierta. Hacia el final del relato, Bartleby es detenido y encarcelado tras negarse a abandonar el viejo edificio una vez ha sido despedido de su trabajo y el despacho de abogados se ha trasladado a otro sitio. El día en que el abogado lo visita en el patio de la prisión, se muestra insólitamente irritado.

Rechaza el saludo del abogado y declara: «Lo conozco y no tengo nada que decirle». El silencio se extiende entre ambos hasta que el letrado advierte la inutilidad de permanecer ahí. Antes de abandonar el lugar, sin embargo, lleva a cabo un gesto de buena voluntad: entrega dinero a un empleado de la cocina para garantizar que será bien alimentado. Sin embargo, esto también se demuestra fútil, pues Bartleby se declara en huelga de hambre y acaba muriendo de inanición en la cárcel.

El relato acaba con el afligido abogado mencionando que más adelante recibió un informe algo vago en el que constaba que Bartleby, antes de ser contratado como escribiente en su despacho, había estado empleado en la Oficina de Correo no Distribuido de Washington, un puesto que perdió con el cambio de administración. Aunque el abogado no es capaz de confirmar la veracidad del informe, se toma un momento para imaginar lo desmoralizante y deprimente que esta experiencia debió resultar para Bartleby, la tarea de «trasegar sin descanso esas misivas jamás entregadas y decidir cuáles acabarían arrojadas a las llamas».

Con todo, el abogado insiste en que no está seguro de que Bartleby estuviera ahí destinado, a lo que se suma el hecho de que, a lo largo del extenso relato, el lector no descubre nada acerca de la vida privada y de las motivaciones de Bartleby.


INCIPT 1.474. EL HUERTO DE EMERSON / LUIS LANDERO


Tiempo de vendimia

Tengo un cuaderno nuevo y no sé en qué gastarlo. Es invierno, ya ha oscurecido, hace mucho frío y afuera resuena el temporal. Y o me he arrimado a este cuaderno como el mendigo al calorcillo de la lumbre. Por el momento no sé qué escribir, es cierto, pero eso importa poco. Cuando uno no sabe qué escribir, cuando la imaginación flaquea, cuando el alma se apaga y se embrutecen los sentidos, y cuando aun así uno siente la necesidad de escribir, siempre queda la posibilidad de abandonarse a los recuerdos. En nuestro pasado está todo cuanto necesitarnos para encender el fuego de la inspiración. Hasta la fantasía tiene su casa en la memoria. No escribas lo que sientes, escribe lo que recuerdas y dirás la verdad, como decía no recuerdo quién. Así que no hay más que salir a pasear por el bosque del tiempo ya vivido


INCIPT 1.473. PERMAFROST / EVA BALTASAR


Se está bien aquí. Por fin. Las alturas tienen eso: cien metros de vidrio vertical. El aire es aire en un estado superior de pureza, y por eso, además, parece más duro, por momentos casi compacto. Se cierne cierto olor a ferretería. La capa de ruido pesa corno hollín y se mantiene latente, allí abajo, corno un ojo de petróleo finísimo, crujiente, una suerte de regalo negro y brillante. No pasa ni un pájaro. En realidad, ellos también tienen su propio estado, entre nosotros y nuestros, llamémosles, dioses. Un vacío habitable entre las líneas más elevadas del pentagrama. Ahora mismo soy y no soy. Quizá solo me muestre, me manifieste corno una mácula discretamente molesta en una gafa, una sombra inadecuada en esta zona chill out. Torno aire, lo obligo a ser de mi propiedad a lo largo de mis conductos animados. Viva aún desprendo cierto calor, me imagino blandísima por dentro. Por fuera lo soy más de lo que creo, casi un producto de pastelería, un objeto de cera tibia barnizado, atractivo corno una primera línea. Cada célula se reproduce, ajena a mí, y a la vez me reproduce, me convierte en una entidad debida.


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