Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

HOMBRES


El huerto de Emerson, Luis Landero, p. 131 

En aquellos tiempos, mientras las mujeres iban y venían, los hombres se ocupaban de los temas propios de su rango, que eran siempre graves, arduos y trascendentes, y que por eso precisaban de largas reflexiones, de hondas y lentas chupadas al cigarro, de resoplos y de suspiros, y de mucho cabecear y removerse en la silla y derramar la mirada en el suelo. Bajo el peso de tan grandes cuestiones, parecían titanes encadenados que se debatían contra los designios de alguna poderosa deidad, en tanto que las mujeres andaban como flotando y resolviendo problemas con su varita mágica, sin necesidad de aquellas interminables y amargas sentadas pensativas.

Los hombres se ocupaban del porvenir, que era siempre incierto, en tanto que las mujeres vivían correteando por el presente, siempre ligeras y siempre laboriosas. Es más, si las mujeres sacaban tiempo para todo, a los hombres les ocurría que la vida entera les resultaba demasiado breve para llevar a cabo sus proyectos, de tan ambiciosos como eran, y que por tanto no merecía la pena intentar siquiera realizarlos, sino que era mejor pasar directamente a los lamentos y entregarse sin más a la melancolía de lo que pudo haber sido y que, por cosas del destino, por pura mala suerte, se quedó en ilusión, en humo, en sueño, en nada.


MUJERES


El huerto de Emerson, Luis Landero, p. 130
 

Veréis, yo tengo una prima hermana, mi prima Antonia, que debe de andar muy cerca ya de los cien años, que va diciendo por ahí desde hace mucho tiempo que yo no he escrito los libros que he escrito, que en qué cabeza cabe que yo sea capaz de escribir libros. «¿No veis que yo lo vi nacer y lo vi criarse desde bien chico?», argumenta, y sostiene que los libros me los escribe mi mujer y que luego yo los firmo y me llevo el mérito y la fama. Pero no hay mala intención en sus palabras, ni da a entender siquiera que eso pueda ser un engaño, una rareza o un agravio, sino que lo dice corno la cosa más natural del mundo, porque los negocios entre hombres y mujeres siempre fueron así. Eran ellas las que se atareaban en la sombra, las que se afanaban a escondidas, las que hacían los incontables trabajos de diario con tan menudo ahínco que nadie reparaba en ello sino que parecía que las cosas se resolvían por sí solas, o por intercesión de alguna fuerza etérea, y eran también ellas, las hadas con alpargatas y mandil, las que aún sacaban tiempo -¿cómo lograrían convertir el día en un pozo inagotable de tiempo?- para ayudar a tejer los delirios y sueños de los hombres. Por eso mi prima Antonia  pensaba que la idea de escribir libros sería mía, sí, y que acaso yo los tenía inventados en la cabeza, pero que quien los había hecho de verdad era mi mujer, como venía ocurriendo desde siempre.


LANDERO


El huerto de Emerson, Luis Landero, p. 80

Dice Emerson que cada cual ha de aceptarse a sí mismo tal como es, y aceptarse además con orgullo y contento. Que a todos nos ha tocado en suerte un terrenito en el que laborar. Que es seguro que habrá alrededor terrenos más grandes y fértiles, donde crecen lechugas mejores que las nuestras, pero que nosotros tenemos que cultivar lo nuestro, el huerto que nos tocó en suerte, sin envidiar lo ajeno, conformes y alegres con nuestras lechugas, por pequeñas y pálidas que sean.

«Tenemos pues que afanarnos en nuestro mundo», les decía a mis alumnos, «es decir, en nuestro huerto y en nuestras lechugas», y a continuación volvía a hacer una alabanza de lo concreto. «Lo concreto, siempre lo concreto», y aquí ataviaba mis palabras con algunas citas ilustres. Les hablaba de cómo Freud dice que hay que apartarse de lo universal y ocuparse de lo concreto, de las contingencias personales, de nuestro pasado individual, de nuestras ciegas marcas. De cómo Goethe afirma que la expresión de lo particular constituye la propia vida del arte, que eso es lo que nos hace distintos a los otros, únicos e inimitables, y que no hay que temer que lo particular no encuentre eco en los demás. De Joyce, que aconseja que se escriba lo que dicta la sangre, no el intelecto.


INFANCIA


El huerto de Emerson, Luis Landero, p. 47

No sé de qué manera, pero la rupia y el cronómetro de oro irán conmigo juntos ya para siempre, como signos desesperados de nobleza y honor. Pequeños gestos, oscuros símbolos, que encierran algo esencial y misterioso de la naturaleza humana. Como dice Juan Benet: «La conciencia atesora lo incomprensible».

También van juntos en mi memoria, formando un trío inseparable, Stevie, Ike y Alfanhuí, los personajes de Conrad (El agente secreto), de Faulkner (El villorrio) y de Sánchez Ferlosio. Tres niños que representan mejor que nadie la inocencia primordial de esa edad en que aún somos naturaleza, en que amamos la vida más que su sentido, y a las cosas y a los hechos por sí mismos y no por su finalidad. Cuando los animales son nuestros semejantes, el caballo semejante de Stevie, la vaca de Ike, los bueyes de Alfanhuí. Juntos van conmigo, y con mi propia infancia, inseparables cofrades no contaminados aún por la condena del pan y del sudor, ni por el pacto de la razón con la necesidad de vivir con cordura y provecho ...


INCIPIT 1.472. SE MIA / RICHARD FORD


FELICIDAD

Últimamente, me ha dado por pensar en la felicidad más que antes. No es una consideración ociosa en ningún momento de la vida, pero ahora que me acerco a mi asignación bíblica estipulada (nací en 1945) ya no es un tema que pueda pasar por alto.

Como soy un presbiteriano histórico (no practicante, no creyente, como la mayoría de los presbiterianos), he pasado tranquilamente por la vida observando una versión de la felicidad que el mismísimo John Knox podría haber aprobado: recorriendo la delgada línea que separa esas dos frases hechas que parecen gemelas: «Lo que no te mata te hace más fuerte» y «La felicidad es lo que no es una lacerante infelicidad». La segunda es más agustiniana, aunque todos esos complejos sistemas te llevan al mismo misterio: «¿Qué hacer ahora?».

Este camino intermedio ha funcionado bastante bien en casi todas las situaciones a las que me ha abocado la vida. Una sucesión gradual de acontecimientos, a veces inadvertida, a través del tiempo, en la que no ha ocurrido nada grandioso, pero tampoco nada insuperable, y en general todo ha ido bastante bien. La dolorosa muerte de mi primer hijo varón (tengo otro). El divorcio (¡dos veces!). He tenido cáncer, mis padres han muerto. También ha muerto mi primera mujer.


INCIPIT 1.471. MADRE DE CORAZON ATOMICO / AGUSTIN FERNANDEZ MALLO


Se me aparece una imagen: mi padre todavía vive y me dice, «coge esos arándanos, pero no comas demasiados, es un fruto que tiene mucho ácido benzoico, incluso puede envenenar a gatos como tú».

Hoy, 25 de febrero de 2024, hace doce años que con ochenta y siete años de edad murió mi padre.

No deja de producirme inquietud haber comenzado así estas notas, «Hoy, 25 de febrero de 2024, hace doce años que ... », palabras que tienen un tono de cuaderno de bitácora, de personas que exploran aguas que por mucho que sean navegadas siempre les serán extrañas, viajeros que se adentran en un mar que termina en una catarata: la vida. Como si yo mismo especulara que la Tierra es plana. Tarde o temprano el mapamundi se acaba, te caes.

También podría haber comenzado diciendo, «los años han muerto pero al tiempo no le ha pasado nada», y no estaría mintiendo porque cuando alguien muere el tiempo finge seguir su curso


El guardián entre el centeno


Madre de corazón atómico, Fernández Mallo, p. 184

Me viene a la cabeza la novela El guardián entre el centeno, supongo que porque fue publicada ese año, pero también porque hay en esa foto un aire de la América ingenua y rural que El guardián entre el centeno se encargaría de demoler. Nunca le vi interés alguno a esa novela; devaneos de un adolescente problemático que niños de clase media acomodada estadounidense pronto hicieron propios.  Cuando la leí, en el primer curso de carrera, lo hice inducido por un compañero, que a su vez indujo a otros. El veredicto fue unánime, El guardián entre el centeno era lo peor. No obstante, sabedores de la influencia que ese libro había ejercido y aún ejercía sobre el mundo adolescente cool, siempre que queríamos señalar,la existencia de algo para nosotros de culto o atractivo, decíamos, «eso es un guardián entre el centeno». En ese contexto de amigos, el libro ¿Está usted de broma, señor Feynman? era nuestro guardián entre el centeno; el maxisingle Malos tiempos para la lírica, de Golpes Bajos, era nuestro guardián entre el centeno; el Curso de física teórica, tomos II y III, de Lev Landau, era nuestro guardián entre el centeno; Terciopelo azul, de David Lynch, era nuestro guardián entre el centeno, y El hacedor, de Borges, era mi particular guardián entre el centeno, un libro que me impactó nada más abrirlo.


Siete Problemas del Milenio


Madre de corazón atómico, Fernández Mallo, p. 129

No profundizaré ahora en ellos, pero se trata de siete conjeturas o hipótesis matemáticas y físicas cuya demostración la comunidad científica considera capitales a fin de entender los cimientos teóricos del mundo tal como lo conocemos. Es tal su importancia que en el año 2000 el prestigioso Clay Mathematics Institute ofreció un premio de un millón de dólares a quien resolviera alguno de esos siete problemas. El artículo relataba cómo el año anterior el matemático ruso Grigori Perelman se había hecho mundialmente famoso cuando, tras resolver uno de los problemas -concretamente, la llamada «Conjetura de Poincaré»-, había rechazado el millón de dólares por considerar que tal clase de premios resultan mercantilistas y corrompen la pureza presupuesta en la matemática. Perelman, que vivía y aún vive con sus padres en una modesta vivienda de algún lugar de la antigua Unión Soviética, había empleado más de diez años en la resolución de la citada Conjetura de Poincaré solamente por ampliar lo que en la única entrevista que concedió denominó como la «intrínseca belleza de la matemática». La resolución del tal problema le hizo célebre entre la comunidad matemática, pero fue su rechazo al premio de un millón de dólares lo que le dio fama entre los no expertos, elevándolo a héroe popular. Así, tras la demostración de Perelman, de los Siete Problemas del Milenio sólo quedaban -y todavía quedan- seis, cuyos nombres, y como dato meramente informativo, consigno:

Conjetura de Hodge

La hipótesis de Riemann

P versus NP ·

Ecuaciones de Navier-Stokes en turbulencia

Conjetura de Birch y Swinnerton-Dyer

Existencia de Yang-Milis y el salto de masa


IA


Madre de corazón atómico, Fernández Mallo, p.112

Por otra parte, nunca me interesó la religión como verdad, tan sólo como relato y proyección antropológica. Técnicamente, la mente paranoica es aquella que tras todo signo de duda encuentra una mano oculta, una conspiración universal que, de manera supuesta, le sobrepasa. Desde este punto de vista, la religión, ya sea occidental, oriental, sincrética o de tipo new age, es la teoría de la conspiración más grande jamás contada, y el creyente, un perfecto paranoico inducido. Todo ello, y habida cuenta de que el humano es un ser religioso en sí mismo -no se conoce cultura que no rinda culto a alguna clase de experiencia transcendente-, da como resultante ese carácter de incompletitud emocional del cual la humanidad al completo participamos. La actual fascinación y simultáneo temor ante la Inteligencia Artificial no responde sino a ese mismo mecanismo religioso: crear un ente superior en el cual verter todo lo que por nosotros mismos no podemos resolver. Dar algo para recibir algo, una economía netamente religiosa.


Ludwig Wittgenstein


Madre de corazón atómico, Fernández Mallo, p. 50

Respecto al, para mí, extraño hecho de que nos acostumbramos a todo menos a la muerte, en realidad ya había comenzado a pensarlo muchos años atrás, concretamente en la Navidad de 1997, mientras leía la biografía que de Ludwig Wittgenstein había escrito Ray Monk, titulada Wittgenstein. Concretamente cuando llegué al capítulo en el que Monk describe una anécdota en la que, tal como yo la entendí entonces, son resumidas y entran en colisión dos grandes tendencias del pensamiento del siglo XX: año 1939, Wittgenstein imparte clases de lógica del lenguaje en Cambridge -lo que en su caso equivale a decir que imparte clases acerca de sí mismo-, y entre sus alumnos se encuentra un jovencísimo Alan Turing, quien en pocos años estaría llamado a inventar el concepto de computadora tal como hoy lo entendemos. En un momento dado el alumno interpela al profesor por el uso que éste viene haciendo de la palabra contradicción, y estalla entonces una fuerte discusión. Para Turing, incurrir en una contradicción equivale a que todo lo que hagas a partir de ese momento te llevará por un camino equivocado, extraviado, condenado al error. Por el contrario, Wittgenstein cree que no, que una contradicción jamás puede extraviarte porque una contradicción «no te conduce a parte alguna; una contradicción, sencillamente, te paraliza, te deja inmóvil», de modo que no puede llevarte ni por el camino equivocado ni por el correcto; la contradicción es, simple y llanamente, la parálisis. Y es en ese sentido wittgensteniano en el que creo que percibimos la muerte, como una contradicción, un absurdo que ni te deja avanzar ni te permite retroceder, una parálisis a la que resulta imposible acostumbrarse y de la que sólo te escapas haciendo metáforas, alegorías y ficciones.


NABOKOVIANA


Madre de corazón atómico, Agustín Fernández Mallo, p. 39

Naturalmente, ni el oso siente venganza, ni la flor deja entrar nada. Se trata de un falso documental, un relato moralizante. Esa clase de reportajes en nada se diferencian de la fábula de los tres cerditos, en la que también los animales y las plantas hablan y piensan y actúan con arreglo al entendimiento humano. A este tipo de cosas me refiero cuando digo que él nunca me contó la fábula de los tres cerditos, ni la de las flores que abren sus pétalos tras conocer las intenciones de los colibríes. Por el contrario, me dio a entender que los propios procesos naturales pueden constituirse en sí mismos en materia de ficción, y esto afecta directamente a la idea que cada uno tiene acerca de la estructura misma de la realidad. La expresión tabla periódica, dicha en aquel ambiente bucólico-natural de mediados de agosto, constituye ya por sí misma una clase de realidad que implica al mundo de las reacciones químicas, las mismas que desde los tiempos de la alquimia nos han llevado una y otra vez al reino de lo fantástico y, no obstante, al de lo radicalmente real: los arándanos que al día siguiente verteríamos en una botella de orujo y cuya reacción química los adultos beberían un año más tarde en alguna sobremesa, o, sin ir más lejos, mis pies dentro de unas reales pero inverosímiles botas de plástico -katiuskas amarillas-, asados en pleno verano. La más radical realidad fantástica ya está ahí, en esos arándanos transformados en licor, en esas katiuskas metamorfoseadas en horno, no hace falta inventarles a las cosas un lirismo que de por sí ya poseen. Pero hay que encontrarlo, educar el ojo para llegar a ver esa parte aparentemente irreal que hay en todo cuanto nos rodea, y después tener la habilidad para contarla. Las malas narraciones cuentan una verdad a medias. Las buenas narraciones cuentan una verdad y media. Es ese plus -ese «y media»- que se superpone a la prosaica y conocida realidad cotidiana el que sin descanso hay que buscar porque forma parte de nuestra vida real. Supongo que todo ello tiene que ver con aquello que decía Nabokov acerca de la ficción,  cuando aseguraba no entender para qué sirve imaginar libros o representar hechos que de alguna manera no hayan ocurrido realmente o pudieran ocurrir. Nabokov, además de escritor, era entomólogo, estudioso de las mariposas.


INCIPÌT 1.470. ENSAYO GENERAL / MILENA BUSQUETS


LO QUE HE PERDIDO

Ya no tendré más hijos, no volveré a sentir el calor de un bebé propio contra mi pecho, la ligera repugnancia al cambiar un pañal y la satisfacción (tan banal, tan completa) una vez el niño está limpio, tranquilo y reluciente. Ni la identificación, ni el reconocimiento, ni el afán de protección. Tres kilos y medio de peso ya no significarán nada para mí. No volveré a creer que algo milagroso ha sucedido y que lo tengo entre los brazos. No habrá más ropa diminuta que lavar, ni cuna de mimbre con cortinas de encaje agitadas por la brisa, ni biberones apilados como torres en el fregadero, ni mantas espumosas de color rosa más pequeñas que mis chales.

Paso por delante de la sección de pañales del supermercado sin detenerme, mirándolos de reojo e intentando recordar la época en que ir a comprarlos era parte de nuestra vida cotidiana y quedarse sin ninguno un drama terrible, tan grave como quedarse sin tabaco unos años antes, cuando nos encantaba fumar


INCIPIT 1.469. CUCHILLO / SALMAN RUSHDIE


CUCHILLO

A las once menos cuarto del 12 de agosto de 2022, un soleado viernes por la mañana en el norte del estado de Nueva York, fui agredido y casi asesinado por un joven armado con un cuchillo poco después de subir yo al escenario del anfiteatro de Chautauqua para hablar de la importancia de mantener a los escritores a salvo de todo riesgo.

Yo estaba con Henry Reese, creador junto con su esposa, Diane Sarnuels, del proyecto Ciudad Asilo de Pittsburgh, que brinda refugio a una serie de escritores cuya seguridad corre peligro en sus países respectivos. Era de esto de lo que íbamos a hablar en Chautauqua Henry y yo: de la creación en Norteamérica de espacios seguros para autores extranjeros, y de mi implicación en los inicios de dicho proyecto. La charla formaba parte de una semana de actos en la Chautauqua Institution bajo el lema: «Más que un refugio: Redefinir el hogar norteamericano”.

La conversación entre ambos no tuvo lugar. Como iba a descubrir enseguida, aquel día el anfiteatro no era un espacio seguro para mí.

Todavía veo el momento a cámara lenta. Sigo con la mirada al hombre que se destaca de entre el público y corre hacia mí. Veo cada paso de su precipitada carrera. Me veo a mí mismo poniéndome de pie y volviéndome hacia él. (Continúo de cara a él. En ningún momento le doy la espalda.


SALMAN


Cuchillo, Salman Rushdie, p. 80

Día 7, a las once de la mañana, Eliza me puso su portátil delante para que viera a amigos y aliados congregarse en los escalones de la Biblioteca Pública de Nueva York en un acto de solidaridad. Justo una semana antes, yo estaba tendido en el escenario de aquel anfiteatro de Chautauqua, pensando que me moría, intentando no morir. Y ahora cientos de personas se hallaban reunidas en la Quinta Avenida «apoyando a Salman». Estaba mi amigo el maravilloso novelista Colurn McCann, diciendo de mí “Je suis Salman” tal como yo y muchos otros, a raíz de los asesinatos de dibujantes de Charlie Hebdo el 7 de enero de 2015, habíamos dicho “Je suis Charlie”. Fue muy emocionante y a la vez extraño, convertirse en eslogan.

Suzanne Nossel, CEO de PEN América, la organización de escritores de la que yo era expresidente, hizo apasionados comentarios. «Cuando el asesino potencial hundió su cuchillo en el cuello de Salman Rushdie, hizo algo más que perforar la carne de un renombrado autor. Hendió el tiempo, volviéndonos a todos bruscamente conscientes de que los horrores del pasado no habían quedado en absoluto atrás. Cruzó líneas fronterizas haciendo posible que el largo brazo de un gobierno vengativo llegara hasta un remanso de paz. Pinchó nuestra serenidad, nos dejó despiertos por la noche contemplando el absoluto horror de aquellos momentos sobre el escenario, en Chautauqua. E hizo añicos nuestra confortabilidad, obligándonos a considerar lo frágil de la libertad que disfrutamos». Esta alocución -y las que siguieron- me dejó al borde del llanto, pero también pensé: «No le atribuyas tanto poder, Suzanne. Nosotros no nos dejarnos destrozar tan fácilmente. No hagas que ese joven parezca un ángel exterminador. Solo es un pobre payaso que tuvo un golpe de suerte».

Hubo más de una docena de oradores, entre ellos amigos queridos como Kiran Desai, Paul Auster, A.M. Holmes o Francesco Clemente.


PAUL AUSTER


Cuchillo, Salman Rushdie, p. 170

Fui a visitar a Paul Auster en su casa de Park Slope, en Brooklyn. Qué mal año había tenido: primero la muerte de su nieta y luego la de su hijo. Y ahora el cáncer. Paul había empezado quimioterapia y ya no tenía pelo, él, que siempre había lucido un pelo precioso. Ahora se cubría la cabeza con una gorra. Estaba más delgado. Pero mantenía el buen ánimo. Tenían que darle cuatro dosis de quimio en intervalos de tres semanas, además de inmunoterapia. Confiaban en que así se reduciría el tumor. Después de eso, cuatro o seis semanas para recuperarse de los efectos debilitadores de la quimioterapia, y después, confiaba él, al quirófano. La operación requiriría extirpar dos de los tres lóbulos de uno de los pulmones, Le recordé que el dramaturgo y más tarde presidente checo Václav Havel, también fumador empedernido, acabó con la mitad de un pulmón tras ser intervenido, pero que se las apañó bastante bien así. Paul se echó a reír y dijo que esperaba salir mejor parado. Fue estupendo verle y oírle reír. Me alegró que se mostrara optimista. Pero el cáncer es muy traicionero. Solo puedes cruzar los dedos y esperar que la suerte te acompañe.


ANAGRAMA


Ensayo general, Milena Busquets, p. 39

En la actualidad voy a la editorial que publica mis libros una o dos veces al año. Fui hace unos días. Es una editorial bonita, limpia, luminosa y aireada en un edificio clásico justo al lado de Paseo de Gracia. De momento, no es un lugar romántico. El fútil cuestionamiento del amor romántico -que viene acompañado de la fantasiosa idea (que ya se intentó y fracasó en los años setenta) de que el amor debe ser un experimento social y no el lugar donde nos recogemos para intentar salvar nuestra alma- ha expulsado al romanticismo de la mayoría de los ámbitos, mentales y físicos. Donde no ha sido expulsado, ha sido sustituido por un débil sucedáneo: la cursilería, que es una forma de puritanismo. El despacho de arquitectura de los hijos de Ricardo Bofill en Sant Just sigue siendo un lugar romántico. La sede original de mi editorial también lo era. Estaba en Sarria y me parecía un lugar mítico (para mí mítico y romántico son casi lo mismo), por allí habían pasado Javier Marías, Ian McEwan, Richard Ford, Patricia Highsmith, Hanif Kureishi. Por la nueva, de momento, solo hemos pasado nosotros. Silvia Sesé me contó que el Premio Herralde había quedado desierto y que, como no habría cóctel de celebración, estaban pensando en hacer una fiesta para bailar en diciembre.

Antes de marcharme, pasé a saludar a Jorge Herralde. Su despacho era la única parte de la oficina que estaba en penumbra, me pareció que había una vieja butaca de cuero, una alfombra, algunos cojines, que él llevaba un viejo jersey de cashmere con cuello de pico como los que llevaba mi abuelo. Solo una lámpara de mesa iluminaba la habitación, el foco perfectamente dirigido hacia el texto que leía Jorge. 

¿Cuándo empezamos a pensar que hacía falta tanta luz para todo?


ROMEO Y JULIETA


Ensayo general, Milena Busquets, p. 21

Romeo y Julieta se hubiesen acabado separando, lo sabe todo el mundo. Dos adolescentes apasionados y malcriados, dos niños bien soñadores y noveleros no hubiesen tolerado que su amor se debilitase y se transformase en una amistad, una hermandad, una asociación o como se llame ahora, tampoco hubiesen aceptado tener una relación abierta o permitido que entrasen terceras personas en la partida, aunque eran jóvenes, no eran tontos, en el amor solo existe un número, el dos, ni el uno, ni el tres, ni el cuatro, ni el cinco. Romeo y Julieta no hubiesen claudicado ante el paso del tiempo, ante el temor a estar solos o ante el miedo a la enfermedad, a la vejez y a la pobreza. Romeo y Julieta nunca se hubiesen convertido en un equipo, él nunca la hubiese llamado «mamá» -he tenido suerte en esta vida, me han llamado «puta» alguna vez, pero nunca ningún hombre (a excepción de mis hijos, claro) se ha atrevido a llamarme «mamá-, ella nunca le hubiese repetido lo mismo quince veces y él no le hubiese dicho jamás que era una pesada. Aun así, me alegro de que Shakespeare se lo impidiese


INCIPT 1.468. LA ULTIMA FUNCION / LUIS LANDERO


Ernesto Gil Pérez (Tito para más señas o, como mucho, Tito Gil) entró en el bar restaurante Pino al anochecer de un domingo de enero, unos dos meses antes de la llegada o, más bien, de la aparición de Paula, y estas dos figuras, y los hechos que ocurrieron en ese tiempo, son la materia principal de esta historia. Todo esto y más sucedió entre el invierno y la primavera del año 1994, en San Albín, o solo Montealbín, que de las dos formas se le puede llamar a este  lugar, o más bien se le llamaba, porque hace ya tiempo que está abandonado de Dios y de los hombres, como tantos otros de por aquí, de estas sierras pobres de la periferia de Madrid, lindantes ya con Guadalajara y con Segovia, y que tuvieron, aunque cueste creerlo, sus tiempos de esplendor. Y el último, y sin duda el más grande, de esos esplendores, sobrevino precisamente durante esos meses, y con aquella magnífica, deslumbrante explosión, y después de tantos siglos de historia, se extinguió definitivamente este lugar.


INCIPIT 1.467. LA HISTORIA DE MI MAQUINA DE ESCRIBIR / PAUL AUSTER


Tres años y medio después, volví a Estados Unidos.

Era julio de 197 4, y cuando deshice las maletas aquella primera tarde en Nueva York, descubrí que mi pequeña máquina de escribir, una Hermes, estaba destrozada. Con la tapa abollada, las teclas dobladas, torcidas y deformes, no parecía tener la más remota posibilidad de arreglo.

No podía comprarme una nueva. En aquella época rara vez me sobraba el dinero, pero en aquel preciso momento estaba sin blanca.


DFW


El tenis como experiencia religiosa, DFW, p. 46

; cerveza por tres dólares y medio, palomitas por dos dólares y medio,31 etcétera.32

31. ( ... unas palomitas de esas de color amarillo intenso y atiborradas de sal que es indispensable acompañar con una bebida; lo mismo se puede decir de los pretzels de masa esponjosa grandes y calientes que se venden en las casetas y de los pretzels estilo carrito de la calle de Manhattan, recubiertos de esos granos de sal tan grandes que hay que arrancarlos de un mordisco y masticarlos por separado. Los pretzels del Open de Estados Unidos valen tres dólares, salvo en la caseta del Internacional Food Village situada en el lado sur de la Pista Estadio, una especie de orgía comprimida de puesto de comida y comedor abarrotado, donde los precios de los pretzels están rebajados a dos dólares y medio la unidad).

32. Piensen, por ejemplo, en una escuálida barrita de helado Haagen-Dazs -escuálida de verdad, da para cinco bocados como mucho- que cuesta la vil cantidad de tres dólares, y como sucede con casí toda la comida de las casetas de aquí, uno se siente extorsionado y escandalizado por su precio hasta el momento en que la muerde y descubre que es una barrita magnífica de helado Hiiagen-Dazs. Lo cierto es que cuando estás hambriento de tanto que has tomado el sol y el aire fresco y de tantos partidos que has visto y de tanto salivar  empáticamente como un poseso de ver al resto del público zampar, las barritas Haigen-Dasz siguen sin valer tres dólares, pero sí que valen dos dólares y medio. Lo mismo pasa con los refrescos y las palomitas; lo mismo con los perritos co11 chucrut que se venden en las casetas humeantes de Caney Island Refreshment, por un precio que a primera vista parece completamente demente e inaceptable de cuatro dólares; luego, sin embargo, descubres que son superlargos y que están buenísimos, y que el chucrut es de ese superpringoso y que huele mucho y que da asco cuando no te apetece el chucrut pero que resulta extáticamente delicioso cuando sí que te apetece. Y aunque me quejé en ambas ocasiones, me compré dos perritos con chucrut, y tengo que admitir que me satisficieron con una intensidad que valía, por lo menos, tres dólares con veinticinco.



GULA


La última función, Luis Landero, p. 119

Y lo llevó a una churrasquería. Nada más sentarse, se apoderó de la carta y dijo: «Déjame a mí, yo pido por los dos». De entrantes, pidió algo así como torreznos, mollejas, riñones, tres tipos de morcilla, callos, croquetas, albóndigas de liebre, pasteles de cordero, sesos de ternera... , de primero pidió un potaje de garbanzos, y por encima dos chuletones de buey, con sus guarniciones de patatas y pimientos fritos, y de postre una tabla de quesos y una tarta de hojaldre con nata y chocolate ... Nada más servirles el primer plato, Amalia se puso unos lentes con ceremonioso aire profesoral, y aquella fue la señal para empezar a comer y a beber. Amalia comía con concentración, pulcritud y eficacia, y Tito, que era torpe y de poco comer, esforzándose, dando tajos inciertos con el cuchillo en toda aquella carnicería, y dejando su lado de la mesa lleno de manchas, huesos, mondas y pellejos. Amalia se comió también lo que él dejó. Había engordado, aunque no en la medida en que comía, y su boca, aquella boca perezosa y pueril, seguía allí, masticando, engullendo, saboreando, relamiéndose, y tan sensual y tentadora como siempre.

Pasaron la tarde juntos, se contaron en esbozo sus vidas, merendaron chocolate con ensaimada, recordaron luego los viejos tiempos, y cenaron en un italiano, donde no faltó el risotto, la pizza y la lasaña. Aquella mujer era una auténtica tragaldabas. Y, según comía y bebía, Tito observó que se ponía insinuante, lúbrica, mimosa. Así que remataron el día en casa de Tito, y entre chupitos de licor, juegos, bromas y risas, acabaron en la cama, y ella se comportaba allí lo mismo que en la mesa, insaciable y voraz. Porque, como Tito no tardó en descubrir, en Amalia la lujuria y la gula iban siempre juntas, y no existían una sin la otra, y se alentaban y provocaban entre sí. Era todo la misma cosa.

 En la imagen, fragmento de la Mesa de los pecados capitales, de Hieronymus Bosch. 

NUEVA YORK


Gontahm Handbook, Paul Auster

Sonreír

Sonríe cuando la situación no lo imponga. Sonríe cuando estés enfadada, cuando te sientas desdichada, cuando sientas que la vida te maltrata, y observa el efecto que eso produce. Sonríe a los desconocidos por la calle. Nueva York puede ser peligrosa, así que tienes que ser prudente. Si lo prefieres, sonríe solamente a las mujeres (los hombres son brutos, hay que evitar que se formen una idea equivocada).

Sonríe, sin embargo, tan a menudo como te sea posible a la gente que no conoces. Sonríe al empleado de banca que te da tu dinero, a la camarera que te trae la comida, a la persona que se sienta frente a ti en el metro.

Fíjate si alguno de ellos te sonríe a su vez.

Lleva la cuenta del número de sonrisas que te dirigen cada día.

No te decepciones cuando la gente no te devuelva la sonrisa.

Considera cada sonrisa que te dedican como un precioso regalo

Hablar con desconocidos

Algunas personas te dirigirán la palabra una vez que tú les hayas sonreído. Debes prepararte para ello con algunos comentarios aduladores.


LANDERO


La última lección de Luis Landero, p. 49

Esas palabras eran estructura y coyuntura. Fue oírlas y entenderlas y quedar prendado de esas nociones que parecían capaces de explicar tantas cosas. La estructura era la unidad y armonía de las piezas, lo compacto, el conjunto, el todo, lo perdurable, lo fuerte y esencial, lo magro, en tanto que la coyuntura nombraba lo pasajero, lo accesorio, lo circunstancial. Eran palabras con argumento, palabras que hacían mucho bulto conceptual. En ellas vio Tito un botín de sabiduría, un filón de conocimiento, una herramienta multiuso, aplicable a infinidad de problemas. Es más: no había apenas cuestión que escapase al alcance significativo de esas dos palabras. Hasta los amores podían ser estructurales o coyunturales, y lo mismo la poesía, las comidas, la relación con los demás, los hechos históricos o los menudos del día a día de la vida.

Otra vez, nos contaba, un profesor dijo: «Las dos vertientes del problema», e hizo con las manos un tejadito a dos aguas, a modo de ilustración. De pronto, a Tito se le hizo la luz. Vislumbró zonas de la realidad desconocidas hasta entonces. Todo tenía al menos dos vertientes, todas las cosas hacían figuras poliédricas. Era una idea tan plástica que se podía ver, casi tocar con las manos. Era casi poesía. Las dos o tres o cuatro vertientes de un amor o una pena, por ejemplo. iQué tesoro de conocimiento en tan breves palabras! Y en otra clase oyó decir que, como en los globos aerostáticos, a veces es preciso echar por la borda lo superfluo para poder así ganar altura. ¿Había algo en la vida de cualquier persona, y en cualquier lugar y en cualquier época, que no quedara iluminado y descifrado bajo el resplandor de esa imagen tan potente y tan sabia? Y otro profesor dijo un día que, al igual que la reja del arado ahonda y remueve la tierra para vivificarla, así el artista o el filósofo remueve las ilusiones y rutinas mentales de una sociedad débil y adormecida para infundirle nuevos bríos.


Adoptar un lugar


Gotham Handbook, Paul Auster

En Nueva York no solamente se descuida a las personas. También se descuidan las cosas. No pienso sólo en las cosas importantes como los puentes o las vías del metro, sino también en las pequeñas cosas en las que apenas reparamos y que tenemos delante de las narices: trozos de acera o de muro, bancos públicos. Fíjate bien en los objetos que te rodean y verás que casi todos están en ruinas.

Elige un lugar en la ciudad y piensa en él como si te perteneciese. No importa ni dónde esté ni qué lugar sea. La esquina de una calle, una boca de metro, un árbol del parque. Asume este sitio como si tú fueras la responsable. Límpialo. Adórnalo. Piensa en él como si fuera una extensión de tu ser. Ten hacia él el amor propio que tendrías por tu propia casa.

Acude todos los días a la misma hora. Quédate una hora a observar lo que sucede, a anotar a todos los que pasan, si se paran o hacen cualquier cosa. Toma notas, haz fotografías. Graba  estas observaciones cotidianas, y mira si puedes aprender algo de estas personas, del lugar o de ti misma. Sonríe a los que se acerquen. Háblales siempre que te sea posible. Si no sabes qué decirles, empieza hablando del tiempo.

5 de marzo de 1994


1.466. EL TENIS COMO EXPERIENCIA RELIGIOSA / DFW


DEMOCRACIA Y COMERCIO

EN EL OPEN DE ESTADOS UNIDOS

Ahora mismo son las 15.30 del 3 de septiembre, el domingo del Fin de Semana del Día del Trabajo, esa festividad que ha llegado a representar el corchete derecho del verano americano. Pero además, el F. de S. del D. del T. siempre cae en medio del Open de Estados Unidos 1; coincide con las rondas tercera y cuarta, la chicha del torneo, el momento de la guerra de trincheras y de los apellidos largos y complicados. Ahora mismo, en la Pista Estadio del Centro Nacional del Tenis -un altísimo hexágono 2 cuyos lados N, S, E y O tienen carteles exteriores

1. Precedido de “La USTA les ofrece el”

2. En realidad, si uno incluye la Pista Tribuna anexa, el complejo tiene más aspecto de cabeza cortada con un muñón de cuello.


INCIPIT 1.465. UNA SOMBRA BLANCA / CARME RIERA


Le había ocurrido otras veces. Quizá porque estaba acostumbrada a memorizar. Pero nunca una frase, «el tiempo amortajado por telarañas de niebla», se le había quedado grabada de un modo tan insistente sin conseguir, no obstante, recordar su procedencia. Tal vez, aventuraba, la habría leído en una novela de Coetzee, su autor preferido, alguna de cuyas obras solía llevarse consigo en los viajes. O en el librero de una partitura. Últimamente recibía muchas. A menudo de jóvenes compositores, o no tan jóvenes. Algunos le pedían apoyo: «Si aceptara el papel escrito a su medida, para su voz excepcional, todo sería más fácil». Otros se conformaban con que les diera consejos que tendrían en cuenta de manera absoluta, insistían, aunque lo que solicitaran, de modo menos o más encubierto, fuera una recomendación.

Repetía la frase, tan literaria, en exceso libresca, porque le parecía que traducía con palabras lo que le había ocurrido durante ese «tiempo amortajado», al que necesitaba volver. Solo así podría diluirse la niebla que le permitiría contemplarlo, tras limpiar las telarañas que lo cubrían. Si era capaz de hacerlo se sentiría por fin a salvo. Y por eso iba a exigir a su representante que aplazara por un año los contratos firmados, le gustara o no, le costara mucho o poco esfuerzo, porque su decisión era absolutamente irrevocable.

Se había comprometido consigo misma a resucitar «el tiempo amortajado» poco antes de que Pandora Brunellesky muriera, cuando esta le contó lo que había sucedido en Fosclluc después de su marcha del pueblo.


DFW


El tenis como experiencia religiosa, DFW, p. 48

Ahora un bramido enorme que hace temblar toda la superestructura de la Pista Estadio indica que las fuerzas de la democracia y la libertad humana han ganado el tercer set.33

33. Y a fin de quedar debidamente impresionados por el volumen de consumo de las casetas, tienen que recordar ustedes el engorro que es ir a buscar algo a las casetas cuando uno está mirando un partido de tenis profesional. Piensen por ejemplo en la Pista Estadio. Primero toca abandonar tu asiento durante la pausa nonagésimo segunda entre juegos, luego tienes que bajar haciendo un eslalom por las rampas abarrotadas de la pista hasta la caseta más cercana, aguantar en una cola larga y hobbesiana, abonar una cantidad cercana a la extorsión y luego arrastrarte de vuelta rampa arriba, bamboleándote y zigzagueando para que los codazos de la gente no te tiren al suelo tus preciosos aperitivos adquiridos en las casetas y los añadan al crujiente sustrato orgánico de artículos derramados sobre el que caminas .. Y, por supuesto, para cuando encuentras la rampa que lleva de vuelta a tu sector de asientos, la pausa nonagésimo segunda del partido ya hace rato que se acabó, y normalmente también la siguiente, de manera que ya te has perdido por lo menos dos juegos, y el partido se ha reanudado, y los ujieres, que protegen las gruesas cadenas te impiden que vuelvas a entrar, y tienes que quedarte ahí en un pasillo de cemento sin ventilación con el suelo pegajoso y en bajada, apretujado entre montones de otras personas que también se marcharon para buscar un aperitivo y ahora están esperando a la siguiente pausa del juego para regresar a sus asientos, todos apiñados ahí, con el hielo derritiéndose y el chucrut coagulándose y tratando de ponerse de puntillas para asomarse por el diminuto arco encadenado de luz que hay al final del túnel y así divisar tal vez un vislumbre verde de pelota o algún fragmento surrealista del muslo izquierdo de Philippoussis corriendo poderosamente hacia la red o algo parecido ... La paciencia de los neoyorquinos para las multitudes, las colas y las esperas resulta muy impresionante si no estás acostumbrado a ella; son capaces de permanecer todos inactivos en lugares sin aire durante periodos extensos, con unas expresiones en los ojos que indican esa combinación neoyorquina única de meditación y depresión clínica, claramente infelices pero sin quejarse para nada.


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