La mala costumbre, Alana S. Portero, p. 57
¡Por supuesto que quería ir a la
tienda de las chicas! Era hipnótico asomarse a ese mundo de colores, espejos y
labios pintadísimos. En ese espacio, mi madre, mis tías, las mujeres del
barrio, dejaban de cargar por un momento con sus casas, sus familias y sus
trabajos, dejaban de estar extenuadas y se relajaban por completo. Se probaban blusas,
faldas, chaquetones, se dejaban aconsejar por las dependientas, que eran
listísimas, cariñosas y sabían mucho de moda.
Las mujeres se miraban al espejo
con cuidado, posando, quejándose de sus cuerpos y recibiendo una dosis perfecta
de validación por parte de las profesionales. Siempre el mismo juego que
acababa con una falda rebajada en la bolsa o una camiseta con su poquito de
encaje que no tendrían muchas oportunidades para usar pero que animaba tener en
el cajón, por si acaso. Cómo no querer formar parte de aquel mundo alegre y
maravilloso. Cómo no querer fundirse con ese paisaje. Era como llenar los
pulmones de aire limpio. Olvidaba toda la oscuridad que me iba creciendo
dentro. Al entrar allí las mujeres revelaban una naturaleza conmovedora y, al
probarse ropa con estampados explosivos, caídas ligeras y vuelos de fantasía,
se transformaban en preciosos y enormes animales extraños, de pelajes
iridiscentes, que levantaban brisas de perfume y olor a maquillaje con sus
movimientos y lo impregnaban todo de una sororidad salada que rompía mi pequeño
y travestí corazón.
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