No he querido hacerlo. Me he resistido durante veinte años. Veinte años de oír: «Tienes que hacerlo ... tienes que hacerlo». De oírlo de mí mismo. Pero no de ese yo que lo entiende y lo padece y lo rechaza. No; del otro, del subterráneo, de ese que fermenta en mí con un extraño hervor.
Lo digo sinceramente. Créanme. Es
verdad. Además, lo explicaré con sencillez. Es la única forma de hacérmelo
perdonar. Pero antes, que se entienda bien esto: uso la palabra perdonar en el
mismo sentido que la usaría un fruto cuando inevitablemente, a pesar de sí
mismo, se pudriera. Él sabría que era una transformación inexorable. De todos
modos, creo yo, se avergonzaría un poco de su estado; de haber llegado, cierto
que sin impurezas originales, a una especie de impureza final. Es algo
semejante, muy semejante.
Al decir «hacérmelo perdonar», me
refiero al resultado, pero no al tránsito, no al recorrido. Hay algo
independiente y poderoso que actúa dentro de mí, vigilado por mí, contenido por
mí, pero nunca vencido. Es como ser dos.
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