La mala costumbre, Alana S. Portero, p. 16
Nuestros edificios eran parte de
un gran proyecto franquista de construcción de viviendas de los años cincuenta
bautizado como «El Gran San Blas», que antes se llamaba el Cerro de la Vaca, nombre
que debía de olerles a sudor y mierda a las autoridades fascistas. Los
cobradores a domicilio lo llamaban «el barrio sin madres» porque solían abrirles
las puertas de las casas niños sin escolarizar; a las luminarias del régimen no
se les ocurrió que las más de treinta mil familias que fueran a parar allí
necesitarían colegios cerca para sus hijos y tardaron años en cubrir esa
necesidad, también la del agua corriente o la de los mercados en los que abastecerse,
que fueron llegando con la lentitud y la dejadez de las cosas que no le
importan a quien es responsable de ellas. Los obreros nunca fueron vistos por
el franquismo de otra forma que como bestias de carga que estabular en la
periferia. Ese abandono generó una conciencia de clase en el barrio que las
autoridades de la Transición democrática decidieron atajar a finales de los
setenta y durante toda la década de los ochenta con jeringazos de heroína casi
regalados. La droga fue la última forma de ejecución sumarísima de disidentes
de un régimen que había encontrado la forma de perpetuarse.
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