Más intervenciones, Houellebecq, p. 360
MH: El interés de la Iglesia
católica por la sexualidad de sus fieles me parece francamente exagerado. Esto
no se remonta a los orígenes del cristianismo. San Pablo es irreprochable, como
de costumbre: «más vale casarse que arder»; y a veces magnífico: «serán una
sola carne». Las cosas se complican claramente con San Agustín, pero esto no
tiene consecuencias durante bastantes siglos. En realidad, las cosas degeneran
por completo en la época moderna; sin duda, también ahí, por contaminación del
protestantismo y del puritanismo que de este se deriva. Seguimos ahí, y
confieso que me siento incomodísimo cuando oigo a diversos prelados sublevarse
contra el uso del preservativo, sida o no sida; por el amor de Dios, ¿y a ellos
qué demonios les importa?
Hace mucho tiempo que tengo la
impresión de que la Iglesia ortodoxa se ha mostrado más sensata en este
aspecto, y que ha sabido mantener esa actitud de tolerancia que fue propia de
la Iglesia católica durante muchos siglos. Pero era una impresión difusa, que
me costaba justificar en un texto (precisamente porque los ortodoxos son
reacios a expresarse sobre el tema, en su opinión secundario), hasta que, en un
artículo de Olivier Clément (está claro que siempre hay que volver a los buenos
autores), di con esta cita, para mí luminosa, de Atenágoras I, patriarca de
Constantinopla: «Si un hombre y una mujer se aman de verdad, no tengo derecho a
entrar en su alcoba, todo lo que hacen es santo».
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