Prólogo
A Ernest le encantaba ser
psicoterapeuta. Día tras día sus pacientes lo invitaban a los recintos más
íntimos de su vida. Día tras día él los consolaba, les prodigaba su cariño, aliviaba
su desesperación. Y, a cambio, recibía admiración y aprecio. Y, además, le
pagaban, aunque Ernest pensaba muchas veces que, si no necesitara el dinero,
haría psicoterapia gratis.
Afortunado es quien ama su
trabajo. Ernest se sentía afortunado, es cierto. Más que afortunado. Bendecido.
Era un hombre que había descubierto su vocación y que podía decir: «Estoy donde
debo estar, en el vórtice de mi talento, de mis intereses, mis pasiones».
Ernest no era un hombre
religioso. No obstante, cuando abría su libro de citas todas las mañanas y veía
los nombres de las ocho o nueve queridas personas con quienes pasaría ese día,
se sentía abrumado por una emoción que solo podía describir como religiosa. En
ese momento, en lo más profundo de su ser, deseaba dar gracias -a alguien, a
algo- por haberlo conducido a su vocación.