Ava en la noche, Manuel Vicent
David solo había leído algunos
cuentos de este escritor, pero lo admiraba por su instinto para estar en el
tiempo y en el lugar oportunos a la hora de salir en la foto en los momentos
decisivos de la historia. Era uno de esos tipos fortachones que presumen de ser
todo un hombre y siempre va retando a los amigos a echar un pulso o batirse en
un combate de boxeo. Parece ser que la
violencia excitaba su imaginación. Hizo la Primera Guerra Mundial de conductor de
ambulancias en el frente del norte de Italia. Recibió una esquirla de metralla
en la pierna con la alegría con que un niño católico toma la hostia en la
primera comunión. En el hospital se enamoró de una enfermera, una tal Agnes H.
von Kurowski, que le serviría luego de modelo para la protagonista de Adiós a
las armas. David lo admiraba y odiaba a la vez. Le atraía la forma con que
convertía cualquier percance de su vida en una categoría literaria, hasta el
punto de que su miseria de los años de París la convirtió en una fiesta. Pero
le repugnaba la forma de exhibir su fortaleza frente a la debilidad alcohólica de
Scott Fitzgerald. Se paseaba por Saint Michel, se sentaba en la terraza de Le
Cloiserie des Lilas, bebía en casa de Gertrude
Stein, con Ezra Pound, visitaba la librería Shakespeare & Company, en Odeón
12, en cuya puerta se cruzaba con James Joyce cuando también acudía a pedir
libros prestados a Sylvia Beach, o en el Harry's Bar, donde dejó colgados sobre
la barra sus guantes de boxeo. Todo lo hacía como un dios que crea el mundo.
Pero la vida pastueña de corresponsal en París no iba con su carácter. Alguien
le contaría que en una pequeña ciudad del norte de España se celebraba un rito
de sangre con mucho sabor étnico. En Pamplona se corrían toros en un encierro y
los mozos con pantalones y camisa blancos, faja roja y pañuelo al cuello del
mismo color, se iniciaban ante sus novias jugándose la vida entre un bosque de
cuernos de toros y cabestros. Era cosa del gremio de carniceros, que llevaban
ese pañuelo rojo en el hombro para no
mancharse de sangre cuando trasportaban reses descuartizadas. Los sanfermines dejaron
de ser una brutalidad racial desconocida cuando este escritor, enamorado de la
violencia castiza, bajó por primera vez, en 1925, a Pamplona desde París con su
mujer Hadley y unos amigos norteamericanos a correr los encierros y a exponerse
como un icono en el café Iruña antes de escribir esa novela mediocre titulada
Fiesta, que lo llevaría a la fama.
La violencia parecía ser solo una
aventura, tenía un buen olfato para detectarla y eso había hecho en 1937
cuando, en plena Guerra Civil, se presentó en el hotel Florida de Madrid para
mojar la pluma en sangre hasta saciada por entero. El resultado fue otra novela
mediocre, Por quién doblan las campanas, que David había comprado en la
trastienda de una librería que vendía libros prohibidos. ¿Valía la pena haber hecho
una guerra civil solo por complacer a Hemingway, por ver a Ingrid Bergman con la
cabeza de miliciana rapada o a Gary Cooper como un combatiente que no se entera
de nada?
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