La noche interrumpida, Rebeca West, p. 12
Un niño no es más que un adulto
sometido temporalmente a unas condiciones que inhabilitan su felicidad. En la
infancia se actúa bajo unas circunstancias tan incapacitantes desde el punto de
vista físico y mental que son comparables a las de alguien que ha sufrido un
terrible accidente o enfermedad; pero mientras que se tiene piedad de los
mutilados y los incapacitados porque no pueden caminar, han de ser
transportados por otras personas y no son capaces de comunicar sus necesidades
ni pensar con claridad, nadie siente piedad por los bebés, a pesar de que no
paran de llorar a causa de la frustración y el orgullo herido. Es cierto que cada
año que pasa mejora su situación y les otorga un poco más de autonomía, pero
todo eso no conduce más que a una trampa. En la infancia nos vemos obligados a vivir
en desventaja en el mundo de los adultos como miembros de una raza sometida que
encima ha de admitir que existen motivos para su sometimiento. Nadie puede negar
que los adultos saben más que los niños, pero eso no se debe a ningún tipo de
superioridad, sino a que conocen mejor las mentiras de este mundo por la
sencilla razón de que han vivido un poco más en él. Es como si se enviara al
desierto a un grupo de personas, a unos se les dieran brújulas y a otros no, y
aquellos que tuvieran brújulas trataran a los que no las tienen como si fueran
inferiores y se burlaran de ellos y los regañaran sin considerar la injusticia
de su condición, preocupándose al mismo tiempo amablemente por su seguridad.
Sigo creyendo que la infancia es un periodo de tremendo desequilibrio, y que aquellas
cuatro muchachas no éramos nada tontas al sentirnos aliviadas por haber llegado
al límite del desierto.
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