Te quiero más que a la salvación de mi alma

Te quiero más que a la salvación de mi alma
Catalina en Abismos de pasión de Luis Buñuel

PENELOPE


La versión de Penélope, Margaret Atwood

La mía fue una boda planeada. Así es como se hacían las cosas en aquellos tiempos: siempre que había boda había planes. Y no me refiero a cosas como los trajes nupciales, las flores, los banquetes y la música, aunque también teníamos todo eso. Eso está en todas las bodas, incluso ahora; pero me refiero a unos planes más sutiles.

Según las antiguas normas, solo la gente importante celebraba bodas, porque solo la gente importante tenía herencias. Todo lo demás eran simples cópulas de diversos tipos: violaciones o seducciones, romances o ligues de una noche, con dioses que decían ser pastores o pastores que decían ser dioses. De vez en cuando, intervenía también alguna diosa y tenía sus escarceos adoptando forma humana, pero en esos casos la recompensa que recibía el hombre era una vida corta y, a menudo, una muerte violenta. La inmortalidad y la mortalidad no se llevaban bien: eran fuego y barro, solo que siempre ganaba el fuego.

Los dioses nunca se mostraban reacios a organizar un jaleo. De hecho, les encantaba. Ver a algún mortal con los ojos friéndose en las cuencas durante una sobredosis de sexo divino les hacía reír a carcajadas. Los dioses tenían algo infantil y cruel. Ahora puedo decirlo porque ya no tengo cuerpo; estoy por encima de esa clase de sufrimiento, y de todos modos los dioses no me oyen. Que yo sepa, están durmiendo. En vuestro mundo, la gente no recibe visitas de los dioses como antes, a menos que haya tomado drogas.

¿Por dónde iba? Ah, sí. Las bodas. Las bodas servían para tener hijos, y los hijos no eran juguetes ni mascotas. Los hijos eran vehículos para transmitir cosas. Esas cosas podían ser reinos, valiosos regalos de boda, historias, rencores, enemistades familiares. Mediante los hijos se forjaban alianzas; mediante los hijos se vengaban agravios. Tener un hijo equivalía a liberar una fuerza en el mundo.

Si tenías un enemigo, lo mejor que podías hacer era matar a sus hijos, aunque estos fueran recién nacidos. Si no, ellos crecían y te buscaban. Si no te sentías capaz de matarlos, podías disfrazarlos y enviarlos lejos, o venderlos como esclavos; pero mientras siguieran con vida supondrían un peligro para ti.

Si tenías hijas en lugar de hijos, necesitabas criarlas deprisa para que te dieran nietos. Cuantos más varones dispuestos a empuñar espadas y arrojar lanzas hubiera en familia, mejor, porque todos los linajudos de los alrededores estaban esperando un pretexto para atacar a algún rey o algún noble y robarle todo lo que pudieran, incluidos seres humanos. Una persona débil que ocupara un puesto de poder era una oportunidad para otra que ocupara puesto de poder, de modo que todos los reyes y nobles necesitaban toda la ayuda que pudieran conseguir.


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