Tercer acto, Félix de Azúa, p. 105
Jünger era menudo de cuerpo, con
un cabello blanco cortado a lo militar, iba forrado en un chándal deportivo de
algodón gris y tenía el ágil cuerpo de un atleta circense octogenario. Era
dificil imaginarlo cuando en la primera guerra mundial se convirtió en un héroe de leyenda, con acciones militares
inverosímiles y atravesado más de doce veces por la metralla enemiga. Un breve
foco de luz llamaba la atención, en una de las mesillas, sobre un rizado hierro
que le había sido extraído del cráneo y que nos señaló con una sonrisa, pero
sin más comentario. Jünger fue el único soldado condecorado con la máxima orden
alemana, la medalla pour le mérite, insignia que databa de la Prusia del siglo
xvm, razón por la cual llevaba leyenda francesa, y estaba reservada para los
altos oficiales en actos de extrema valentía. Ésa era la más importante, pero
también tenía todas las restantes insignias al mérito.
Yo trataba de ver en él no sólo
al escritor de prosa más olímpica desde Goethe, sino sobre todo al ciudadano
que se enfrentó a Hitler y no fue inmediatamente aplastado porque el dictador
le tenía miedo. El hombre que se negó a declarar ante el tribunal americano de
la desnazificación porque aquel juicio era propio de ignorantes vengativos, ya
que todos los alemanes sabían que había pertenecido al grupo que trató de asesinar
al dictador. Era, además, el padre que vio morir a su hijo en el frente ruso
porque Hitler lo envió a primera línea de fuego con ese fin. También era el
artista que había escrito el más fascinante texto sobre la segunda guerra
mundial, el diario de la ocupación de París, en el cual se despachaba con
ferocidad contra los franceses colaboracionístas y antisemitas. Era el
intelectual que presagió el nazismo en novelas de alta fantasía como
Acantilados de mármol, el inventor de la figura del Gran Emboscado en la utopía
de Eumeswill, el hombre perfectamente vulgar que ejerce de camarero, pero lleva
siempre un maletín lleno de dinamita, personaje que tanto nos había influido a
]osean y a mí sin la menor consecuencia porque jamás llevamos maletín alguno,
ni cartucho de dinamita ninguno.
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