El amanecer podrido, Juan Benet
Una tarde de primavera me dijo
Luis que quería presentarme a una joven que había conocido en el departamento de
Psiquiatría del Hospital General, que dirigía López Ibor, y en el que trabajaba
como enfermera. Se llamaba Rocío y mi presencia era requerida para acompañar a
su hermana que como todavía estaba en edad colegial se aburría mucho y
necesitaba distracción. La primera vez que vi a Solange vestía uno de esos
uniformes azul marino con falda plisada y cuello blanco, propio de los colegios
de monjas y que -me parece- no tardó una semana en arrojarlo para siempre al
cajón de los desechos. En la segunda ocasión, con jersey negro de cuello
vuelto, largo hasta las caderas, falda lisa y zapato de medio tacón, era una
criatura deslumbrante. Rocío entró en tromba en la vida de Luis y a la vuelta
de un verano que él pasó en Heidelberg, para perfeccionar su rudimentario
alemán, ya eran novios por lo que las catoblepas poco a poco fueron cambiando
de carácter. Dejamos de frecuentar los locales golfos para ser más asiduos de
los no-golfos -la Red, Castelló, Prim, la parrilla del Rex- donde las chicas se
sentían más a gusto, agradecidas por cierta sensación de seguridad adicional cuando
el maitre les conducía a la mesa de costumbre. Casi todos los maítres de Madrid
habían militado en la CNT y combatido en un batallón de camareros en la Ciudad Universitaria
y cuando a altas horas de la madrugada, ya cerrado el local, despachada la
clientela y retirados los camareros, realizado el arqueo y colocadas las sillas
sobre las mesas en espera de la llegada de la mujeres de la limpieza, corría
una última ronda a cuenta de la casa y se evocaba la epopeya del puente de los
Franceses, el maitre –situado detrás de la barra como en sus años mozos- apenas
podía retener las lágrimas. «El tiempo es vuestro, hay que aprovechar la
juventud», era la frase preferida de los maitres que tanto enternecía a las
chicas, recién salidas de la Asunción.
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