Tercer acto, Félix de Azúa, p. 117
Terminada la terapia libresca, me
dejaba caer por la iglesia de Saint-Sulpice, en la plaza del mismo nombre, para
mirar durante un buen rato los frescos de Delacroix, casi testamentarios, ya
que murió a los dos años de terminarlos. Aéreos, sublimes, luminosos, aunque
era mi favorito el de la lucha de Jacob contra el ángel, escena misteriosa que
ningún comentarista de la Biblia ha sabido explicar, pues en ella el humano se
enfrenta a un ángel (que bien pudiera ser el mismísimo Y ah ve) y casi le
vence. Delacroix lo imagina como una escena al aire libre y bien iluminada (yo
siempre lo había pensado como lucha entre la niebla, porque dice el Génesis que
el encuentro comenzó al alba) y los luchadores trabados en un abrazo estático,
detenido en un sin tiempo de exaltadora ligereza, como si no hicieran esfuerzo
alguno ni el ángel ni Jacob, quizás porque este último había conocido del mejor
modo posible a los ángeles cuando uno de ellos (¿el mismo de ahora?) detuvo la
mano de su padre armada con un cuchillo de degüello y, según la estampa de
Rembrandt, el cuchillo quedó flotando en el aire, estancado en otra parálisis
temporal. Lo tremendo de aquella lucha es que el ángel no vence a Jacob, sino
que, desesperado por la duración del combate, le descoyunta el anca (así dice
el texto del Oso) y como ni aún con eso ceja Jacob, el ángel le informa de que
ya nunca más se llamará Jacob, sino Israel, pero cuando Jacob le pregunta al ángel
cuál es su nombre, éste no responde, sino que se disuelve en el aire. Ahora
bien, la palabra «Israel» significa en hebreo «luchó con Dios”, y quedó Jacob
cojo, así que decía muy ufano a sus huestes que había visto el rostro de Dios y
luchado con él. Delacroix da cuenta de todo ello.
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