El amanecer podrido, J Benet, p.288
Pero lo importante era la noche
del sábado. No creo que la noche del viernes de hoy sea comparable a la noche del
sábado de entonces aunque sólo sea porque la semana inglesa ha duplicado,
cuando menos, el número de días para hacer excesos. Entonces sólo había uno a
la semana y había que aprovecharlo en su totalidad y para todo: para el alcohol,
para las conversaciones literarias, para el sexo, para los amigos, para bailar,
para visitar lugares poco recomendables, en fin para gastar la asignación
semanal y llenar el domingo con un descanso bien ganado. Cuando tal asignación
daba para ello nos tomábamos unas chuletas de cordero en Casa Pedro, La Tienda
de los Vinos, Hylogui, las únicas casas de comidas -ni siquiera restaurants- de
cierta decencia que estaban al alcance de nuestros bolsillos; incluso en alguna
ocasión -y más que nada por no disolvernos- llegamos a cenar en El figón de
Santiago, un comedor social donde se
servía rancho en platos de aluminio y los cubiertos -tan sólo repasados por la
servilleta del mozo a cada nuevo asiento- se hallaban unidos por una cadenilla
a una argolla fija a la cara inferior de la mesa corrida; todo un salón cuyo
propietario no había introducido el menor cambio desde los tiempos de La busca.
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