El roce del tiempo, Amis, p. 33
Hay una debilidad en Nabokov por
el «patricianismo», como lo llamó Saul Bellow (Nabokov, el típico exiliado;
Bellow, el típico emigrante). En las novelas netamente «rusas» de Nabokov (me
refiero a las novelas escritas en ruso que no tradujo el propio Nabokov), los
personajes masculinos, en particular, poseen cierta cualidad de autoexaltación:
son más grandes y ruidosos que la vida. No andan, «marchan” o «dan zancadas»;
no comen ni beben, “mastican» y «tragan»; no ríen, «braman”. Nada que ver con
los seres furtivos, neurasténicos y vacilantes que pueblan la narrativa anglófona
dominante: ellos son musculosos (y dotados) rompecorazones, que ganan rodas las
peleas y consiguen a todas las chicas. El orgullo, para ellos, no es un pecado
mortal sino una virtud cardinal. Por supuesto, no podemos prescindir de esta
vena en Nabokov: nos brinda, en otros textos, su espléndidamente cómica arrogancia.
En Lolita, la altanería quiere ser divertida: en otras obras, este rasgo no
logra enmascarar ni la ironía misma.
En Ada el nabobismo se combina de
forma desastrosa con una ninfolepsia2 profusa, monótonamente y sin fricción
alguna satisfecha. La propia Ada, al principio, tiene doce años, y Van Veen, su
primo (y medio hermano), catorce. Cuando Ada crece y llega a la adolescencia,
también cuentan con su hermana, la pequeña Lucette, para avivar aún más sus
«agotadores encuentros ». Por si fuera poco, hay una cuasifantasía en curso
sobre la cadena internacional de burdeles elitistas donde es posible «manosear y
mancillan” a chicas muy pequeñas, algunas incluso de once años. Y el padre de
Van, de sesenta años (una cifra que parece casual pero se ajusta al tipo),
tiene una amante que acaba de estrenar los dos dígitos: diez años. Este libro
interminable está escrito con una prosa densa, erudita, aliterada, sofocante, llena
de juegos de palabras, y cada personaje, sin excepción, «suena» al difunto
Henry James.
Ada, al igual que Finnegans Wake,
probablemente «funciona» y «da la talla”: el decodificador multilingüe, si
dispone de tiempo suficiente y no tiene otra cosa que hacer, podría
desenmarañar sus trabajosos sistemas y simetrías, sus solitarios e incómodos
laberintos y sus viscosas nostalgias. De lo que adolecen ambas novelas, sin
embargo, es de falta del más mínimo atisbo de tracción narrativa: se deslizan y
resbalan, incapaces de ceñirse al camino. Y en Ada, además, hay algo
completamente ajeno, una sensación de monstruosa licencia, de aristocrarismo
ilimitado y quimérico. Moralmente, este es el mundo que anhela Humbert: un
mundo donde “nada importa» y «todo está permitido».
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