Hasta muertos creaban problemas, los chicos.
El cementerio secreto estaba en
el lado norte del campus de la Nickel, en media hectárea de terreno irregular
llena de hierbajos entre la antigua caballeriza y el vertedero. Aquello eran
pastos cuando la escuela tenía montada una vaquería y vendía leche a clientes
de la localidad, una de las maneras con que el estado de Florida aliviaba la
carga fiscal que supo rúa la manutención de los muchachos. Los urbanistas del
parque empresarial habían reservado el terreno para hacer una zona de
restaurante, con cuatro fuentes arquitectónicas y un quiosco de música para
algún concierto ocasional. El hallazgo de los cadáveres fue una costosa
complicación tanto para la empresa inmobiliaria que estaba esperando el visto
bueno del estudio medioambiental, como para la fiscalía del estado, que acababa
de cerrar una investigación sobre las presuntas agresiones. Ahora tenían que
iniciar nuevas pesquisas, establecer la
identidad de los fallecidos y la forma en que murieron, y a saber cuándo aquel
maldito lugar podría ser arrasado, despejado y limpiamente borrado de la
historia. Lo único que todos tenían claro era que la cosa iba para largo.
Todos los chicos estaban al
corriente de aquel lugar abyecto. Tuvo que ser una alumna de la Universidad del
Sur de Florida quien lo sacara a la luz pública varias décadas después de que
el primer chico fuese arrojado al hoyo dentro de un saco de patatas. Cuando le
preguntaron cómo había descubierto las tumbas, la alumna, Jody, respondió que
el terreno “se veía raro”.
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