La mujer temblorosa, Siri Hustvedt, p. 18
Hoy en día, cada vez que se usa
la palabra histeria en periódicos y revistas, se suele señalar que proviene del
griego y que significa «Útero”. Puntualizar su origen, como una patología
puramente femenina asociada a los órganos reproductivos, sirve para advertir a
los lectores de que el término en sí refleja un antiguo prejuicio contra las
mujeres, pero la historia va mucho más allá de la misoginia. Galeno creía que
la histeria era una enfermedad que sufrían las mujeres solteras o viudas
privadas de relaciones sexuales, pero no la consideraba una forma de locura puesto
que no tenía por qué llevar aparejados problemas psicológicos. Los médicos de
la antigüedad eran muy conscientes de que los ataques epilépticos y los histéricos
se asemejaban y de que era fundamental distinguir entre unos y otros. Como
puede verse, la confusión aún existe. El médico del siglo xv Antonius
Guainerius sostenía que los efluvios procedentes del útero eran los
responsables de la histeria y que ésta se diferenciaba de la epilepsia en que
los histéricos recordaban todo lo sucedido durante sus ataques. El gran médico
inglés del siglo xvn Thomas Willis absolvió al útero de ser el órgano culpable
y situó el origen, tanto de la histeria como de la epilepsia, en el cerebro.
Pero las ideas de Willis no eran las predominantes en su época. Había otros
médicos que creían que se trataba de dos manifestaciones diferentes de la misma
dolencia. El médico suizo Samuel Auguste David Tissot (1728-1797), hoy más
recordado en los anales médicos por su famoso tratado sobre los peligros de la
masturbación, sostenía que eran dos enfermedades distintas, aunque existieran
algunas epilepsias originadas en el útero. Desde la Antigüedad hasta finales
del siglo XIX la histeria fue considerada como una enfermedad convulsiva
originada en alguna parte del cuerpo (el útero, el cerebro o alguna extremidad)
y aquellos que la padecían no eran tenidos por locos. No hace falta decir que
si cualquiera de los médicos que acabo de mencionar hubiese presenciado mi
convulso discurso, me hubiera diagnosticado histeria. Mis funciones superiores no se vieron interrumpidas; recuerdo todo lo
sucedido durante mi ataque y, por supuesto, era una mujer con un útero
potencialmente emisor de efluvios y capaz de trastornarse.
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