l. La almendra del miedo: una introducción
Piense en una almendra. En el
tamaño y la forma de una almendra. En esas dimensiones tan pequeñas caben
nuestros miedos más grandes. Mezclados, eso sí, con otras muchas emociones
humanas como la satisfacción, la ira, la tristeza, el deseo, la frustración o
la alegría. Una almendrita que está ahí, alojada en el cerebro reptiliano, el
más profundo, animal e inaccesible. Una almendrita que se llama amígdala y que
nos maneja como quiere. Usted va por la calle, está oscuro, una cosa negra y
veloz cruza corriendo por delante, da un respingo. ¡Qué rápida, la amígdala,
que ha actuado antes de que el resto del cerebro se posicione y le haga ver que
eso que creyó una rata era, en realidad, un lindo gatito!
¿Quién querría prescindir de su
preciada amígdala cerebral? Es un mecanismo perfecto de protección y defensa.
Igual que avisa de la presencia de la rata (o gatito), puede avisar de peligros
mayores. Nos permite estar muy alertas, todo por nuestro bien. Nos dice:
"¡Corre, coge un cuchillo, tírate al suelo, escóndete!”. Hasta se comunica
con la musculatura facial para que se nos ponga la típica cara de terror: ojos
como platos, pupilas dilatadas, boca abierta, cejas hacia arriba. Pensemos, por
ejemplo, en la expresión de Shelley Duvall en El resplandor mientras el filo
del hacha de Jack Nicholson asoma por la puerta…
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