El pecado natural de la lengua
En el proceso de composición de
un poema lírico o un relato corto muy breve se puede alcanzar un punto en el
que ya no quepa mejora alguna. Cualquier texto con una extensión mayor de un
par de páginas -tal como nos recordará luego ]ohn Updike, citando a T. S.
Eliot- sucumbirá pronto al “pecado natural de la lengua» y exigirá un trabajo
de una concentración mucho mayor. Con “pecado natural de la lengua” supongo que
Eliot se refiere a: a) su indocilidad (cómo se resiste de forma constante y sinuosa
aun a las manos más diestras), y b) su promiscuidad: en casi todos sus manejos,
la lengua pasa de mano en mano sin prejuicio alguno como una moneda, y hace
acopio de gran cantidad de sedimentos de sudor y arenilla y cieno. A los poetas
les resulta familiar la súbita conjetura de que han de dar término a las
revisiones de sus versos (y cuanto antes mejor) y de que sus supuestas mejoras
empiezan a causar un daño real. Incluso el novelista comparte este miedo: uno
siempre teme, nervioso, perder la idea que le acaba de llegar en un momento de
inspiración. Northrop Frye, “rey filósofo» literario a quien yo debo lealtad,
dijo que quien engendra un poema o una novela es más una matrona que una madre:
la meta es poner al niño en el mundo con el menor daño posible; si la criatura vive,
gritará para liberarse de cordones umbilicales y sondas alimenticias del ego”
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