El síndrome Woody Allen, Edu Galán, p. 236
En la actualidad norteamericana,
desde que el alumno llega a la universidad se establece una relación
terapéutica donde el aprendizaje pasa a un segundo plano y se antepone la
posibilidad de ser dañado, luego la seguridad y, por tanto, la hiperprotección.
Funciona este sistema dentro de un continuo instalado ya en nuestra sociedad:
una generación de padres helicóptero continúan con esa relación, esta vez a
través de la universidad -que financian-, alargando la niñez y adolescencia de
sus hijos y, en el proceso, convirtiéndola en ..
En España comienza a verse con
normalidad que un universitario acuda a la revisión de un examen acompañado de
sus padres o que estos duerman en el colegio mayor cuando su hijo está enfermo,
hasta el punto de que la Agencia Española de Protección de Datos haya admitido
que, mientras los progenitores financien la carrera de su hijo, puedan tener
acceso a sus calificaciones y faltas de asistencia como ocurre en el instituto.
De esto se deduce que si el banco, Cofidis o Google fuese el pagador del
crédito, también debería tener ese mismo derecho. Démosles tiempo.
Como advierten algunos autores,
en Estados Unidos ya se ha normalizado este formato en la universidad. Se
establece que la psique del estudiante adulto es una especie de mercancía
frágil destinada a romperse al minimo bache. Esto enlaza poderosamente con la psicologización
de la sociedad actual, en la cual se propone como válida una contradicción que
tiene peligrosísimas consecuencias para el discurrir cotidiano de la persona en
el salvaje capitalismo occidental: algunos educadores aseguran que cuanto más
se libere al sujeto de contrariedades, ofensas o azares, es decir, cuanto más
se le separe de la vida, más preparado estará para afrontarla. Esta concepción
conduce sin remedio a la medicalización de la sociedad -algo que ya vimos-, porque
si algo define a la vida son las contrariedades, las ofensas y los azares, y si
la persona sana no lo quiere aceptar siempre tendrá –a buen precio- tendida la
mano de las farmacéuticas. Pero los que no queremos desnaturalizar la realidad
ni, en consecuencia, patologizarla hemos perdido: algunos expertos comienzan a
señalar que la adolescencia -esa época que queremos librar de contrariedades, ofensas
y azares- dura hoy de los diez a los veinticuatro años y que las leyes deberían
adaptarse a esta novedad.
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