Mientras no cambien los dioses, Ferlosio, p. 10
II. Para tan precarios éxitos de
público no compensaba tanto desgaste de altavoces, tanta retórica y tanto
tamborearse el pecho con los puños; la sencillez y la modestia propias de la
ciencia son mucho más baratas. La modestia es un rasgo propio de la ciencia, no
ya porque el científico se la proponga, deontológicamente, como una virtud,
sino porque, siendo lo más característico de su condición y su actitud el
mantenerse volcado totalmente hacia el interés por el objeto, tiende a sumirse,
de manera espontánea, en mayor o menor olvido de sí mismo. Pero la figura del
sabio distraído que, aunque con ánimo benigno, quería caricaturizar
precisamente tal disposición, se ha quedado anticuada en la misma medida en que
la actitud científica se ha deportivizado. Y en lo que se refiere a la relación
sujeto-objeto, no hay dos cosas más diametralmente contrapuestas que la ciencia
y el deporte. Cuanto más prevalece el interés del sujeto por sí mismo, por su
propio logro, por su propio mérito, sobre el interés por el objeto, tanto más
nos acercamos a la que es evidentemente la actitud más propia del deporte, que
es el culto a la pura hazaña inmanente, sin objeto, o carente de otro objeto
que no sea el reflejo de la hazaña sobre el sujeto mismo, como un trofeo
-medalla en su pechera o copa en su anaquel-, como un autocumplimiento, en que
el grito «l did it!» manifiesta y agota el contenido entero del motivo, sin que
el «it», el qué concreto en que pueda consistir el término del logro (la
síntesis de la urea, la última marca de los cien metros lisos, el
descubrimiento de las ondas hertzianas o la coronación del Everest) tenga otro
valor ni relevancia que los de servir de instrumento para ese “I did it!” o
kikirikí autoafirmativo.