De la realidad a la literatura, Sergio Pitol, p. 15
La cultura de los rusos no se
nutre directamente de las fuentes europeas -de Grecia solamente tienen la
escritura-, sino del este, de Bizancio, y la religión, el cristianismo, no les
llega de Roma, que para ellos es la eterna enemiga, sino también de Bizancio:
son ortodoxos. La formación religiosa y el desarrollo de esta nación corren paralelos,
pero desde el principio de la cristianización difieren de los ortodoxos griegos
porque incorporan de una manera fundamental, muy poderosa, los elementos paganos
sagrados de las tribus anteriores a la llegada de los rusos y los búlgaros: la
tierra, los ríos, el bosque, la naturaleza toda, son sus dioses. La
consagración de la primavera, por ejemplo, era una fiesta de una importancia extraordinaria
y se celebraba con tanta devoción como la semana de la pasión, como las
pascuas. Eso sigue vigente hasta ahora, sobre todo la adoración a la tierra, la
Santa Madre Rusa.
Esto crea un nacionalismo
exacerbado que no se parece a ningún otro, casi de hierro, que se fortalece brutalmente
debido a la conquista de gran parte del territorio por los tártaros de Gengis
Khan. La defensa interna de la nacionalidad, el vínculo que permite la unidad
nacional aún bajo el yugo de los
tártaros, lo proporcionan la lengua y la religión. Este nacionalismo se convierte
en una corriente aguda, poderosa, visceral, que en el siglo XIX comienza al fin a ser
combatida por filósofos, escritores, algunos personajes cercanos a la corte, aristócratas
y propietarios que han sorbido la cultura europea, puesto que sus preceptores
son por lo general europeos, y confian en un acercamiento de Rusia a occidente en
algunos aspectos. La lucha entre occidentalistas y eslavistas, como se
denominaban los nacionalistas, también tiene un sonoro eco en la literatura y
en el pensamiento del siglo XIX.