Los copos de nieve, que vuelan
trazando arcos, han cuajado de estrellas las paredes de los edificios anexos, y
también la ropa de los primos, cuyos sombreros ha arrebatado el fuerte viento
que sopla, procedente de Delaware. Los muchachos ponen los trineos a cubierto,
secan y engrasan con esmero los patines, depositan los zapatos en el zaguán de
la entrada trasera y, con los pies enfundados en las medias, bajan a la gran cocina,
donde desde la mañana reina una agitación en absoluto improvisada, un bullicio
acentuado por las resonantes tapaderas de varias ollas y cacerolas con
estofado, y por la atmósfera, que huele a las especias que se utilizarán para
los pasteles, a frutas peladas, a sebo y azúcar caliente. Los muchachos, tras
bajar precipitadamente y, entre golpes rítmicos de batidor y de cuchara, pedir
y birlar lo que pueden, prosiguen su camino, como hacen cada tarde de este
nevado Adviento, hacia una confortable sala que hay en la parte trasera de la
casa, cedida desde hace años a sus alegres desmanes. Aquí han venido a parar
una larga mesa con caballetes, llena de muescas e incisiones, y dos bancos
desparejados, procedentes de la rama familiar del condado de Lancaster, algunos
muebles Chippendale construidos en la calle Segunda de Filadelfia, donde se concentran
las ebanisterías, entre ellos una versión del célebre Sorn Chino, provisto de
un alto dosel de varas y varas de tela violeta que se pueden desplegar para
formar una tienda cómoda y penumbrosa, y unas pocas sillas, todas ellas
distintas, enviadas desde Inglaterra antes de la guerra.
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