Crónica de Berlín, Walter Benjamin, p. 71-72
Todo el mundo puede darse cuenta
de que la duración de nuestras impresiones se encuentra en el recuerdo sin
motivos claros. Nada nos impide, por ejemplo, tener un recuerdo más o menos claro de algunos sitios en los que sólo
hemos pasado veinticuatro horas, mientras que otros en donde hemos estado meses
han caído en el olvido más absoluto. No siempre es cuestión, por tanto, de un
tiempo de exposición demasiado corto el que en la placa del recuerdo no
aparezca ninguna fotografía. Son mucho más habituales los casos en los que la
débil luz de la costumbre niega a !a placa la luminosidad que necesita, hasta
que ésta brota un buen día de fuentes extrañas como de un polvo de magnesio
incendiado y retiene mágicamente en la placa la figura de una toma instantánea.
No obstante, entre foto y foto nos encontramos
siempre nosotros, lo cual no es raro en absoluto, pues tales instantes de
iluminación brusca son también instantes del ser-fuera- de-nosotros, y mientras
nuestro yo despierto, habitual, cotidiano, se mezcla, activa o pasivamente, en
el acontecer de las cosas, nuestro yo profundo descansa en otro sitio y sólo se
mueve por el choque, igual que un montoncito de polvo de magnesio lo hace por
la llama del fósforo. Este pequeño holocausto del yo profundo en el shock es a
quien nuestro recuerdo debe agradecer sus fotos indestructibles. Así, la
habitación en la que yo dormía a los seis años se me habría olvidado si no
llega a ser porque una tarde (yo ya estaba en la cama) mi padre entró con una
noticia necrológica. Lo que en el fondo me llegó a herir no fue la noticia en
sí, pues el fallecido era mi primo
lejano, sino la forma en que me lo dijo mi padre ....
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