Las manos de los maestros, JM Coetzee, p. 165
El premio Nobel de Literatura,
otorgado en 1949 y entregado en 1950, hizo famoso a Faulkner incluso en Estados
Unidos. Iban turistas de todas partes a mirar boquiabiertos su residencia en
Oxford, para su gran irritación. A regañadientes salió de las sombras y empezó
a comportarse como una figura pública. Del Departamento de Estado le llegaron
invitaciones para viajar al exterior como embajador cultural, que él aceptó con
reservas. Nervioso ante el micrófono, todavía más nervioso cuando se enfrentaba
a preguntas “literarias”, se preparaba para las sesiones bebiendo copiosamente.
Pero, una vez que desarrolló la labia necesaria para lidiar con los
periodistas, se sintió más cómodo en ese papel. Estaba mal informado sobre
asuntos extranjeros -no leía periódicos-, pero eso le convenía bastante al
Departamento de Estado. Su visita aJapón fue un impactante éxito de relaciones
públicas; en Francia e Italia recibió una enorme atención de la prensa. Como comentó
sarcásticamente: “Si en Estados Unidos creyeran en mi mundo de la forma en que
lo hacen en el extranjero, probablemente podría postular a uno de mis
personajes para la presidencia ... tal vez a Flem Snopes”.
Sus intervenciones en su propio
país no causaron una impresión tan positiva. Estaba aumentando la presión sobre
el Sur y sus instituciones segregadas. En cartas a directores de periódicos,
comenzó a atacar los abusos y a instar a los blancos sureños a que aceptaran a
los negros como sus pares en la sociedad.
Hubo represalias. “El llorón de
Willie Faulkner” fue calificado de peón de los liberales del Norte y de
simpatizante de los comunistas. Aunque nunca corrió peligro físico, sostuvo (en
una carta a un amigo sueco) que podía prever el día en que tendría que huir del
país “como los judíos tuvieron que huir de Alemania con Hitler”
Estaba, desde luego, exagerando.
Sus opiniones sobre la cuestión de la raza nunca fueron radicales, y, a medida
que la atmósfera política se hizo cada vez más cargada y apareció en ella un
trasfondo sobre el asunto de los derechos de los estados, se volvieron más
confusas. La segregación era un mal, declaró; de todas maneras, si se obligara
al Sur a aceptar la integración él se resistiría (en un momento de imprudencia llegó a decir que se alzaría en armas). A
finales de la década de 1950 su posición se había vuelto tan anticuada que era
verdaderamente pintoresca. El movimiento de los derechos civiles, declaró,
debería adoptar como consignas la decencia, la discreción, la cortesía y la
dignidad; los negros deberían aprender a merecer la igualdad.
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