Un médico me fotografió los
pulmones. Estaban repletos de copos de nieve.
Al salir de la consulta me
pareció que todos los presentes en la sala de espera se alegraban de no ser yo.
Ciertas cosas se notan en la cara de la gente.
Yo ya sospechaba que algo iba mal
porque unos días antes, al subir dos tramos de escalera persiguiendo a un tipo,
había notado que me costaba respirar, como si cargase con unas pesas en el
pecho. Había pasado un par de semanas bebiendo más de la cuenta, pero tuve
claro que se trataba de algo más que eso. Me dio tanta rabia ese dolor
repentino que le rompí la mano al tipo. Escupió algún diente y se quejó a Stan
de que le parecía excesivo.
Pero es que siempre me han dado
trabajo por eso. Porque soy excesivo.
Le conté a Stan lo del dolor en
el pecho y me mandó a un médico que le debía cuarenta de los grandes. Al salir
de la consulta, saqué los cigarrillos del bolsillo de la chaqueta y empecé a
estrujar el paquete, pero decidí que no era un buen momento para dejarlo.
Encendí uno allí mismo, en la acera, pero no me supo bien y el humo me hizo
pensar en los hilos de algodón que se entretejían en mis pulmones. Los coches y
autobuses circulaban a escasa velocidad y la luz del sol arrancaba destellos de
sus cristales y de los cromados
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