Quiero hacer memoria de las cosas
que me han introducido en la ciudad. Ya el niño, a quien los juegos solitarios
aproximan extraordinariamente a la ciudad, necesita y se busca un guía en el
ambiente que le rodea, y mis primeros guías (para un niño bien criado de la
burguesía como era yo) fueron sin duda las institutrices. Con ellas iba al parque
zoológico, que, sin embargo, apareció ante mí muchos años más tarde bajo el
estruendoso ruido de las bandas militares con la Avenida de los Vicios (así
llamábamos los jóvenes a este tipo de desfiles); y si no era al parque
zoológico, era al Jardín de los Animales. Y o creo que la primera «calle» que
descubrí (no me resultó nada acogedora ni era hospitalaria en absoluto), que
entre tiendas representaba el puro
abandono y en cuyos cruces se percibían todos los peligros, era la calle
Schill, de la que puedo figurarme perfectamente que es la que menos ha cambiado
en todo el Berlín occidental y en la que aún hoy pueden llegar a surgir de
entre la niebla determinadas escenas (salvación del «hermanito»). La avenida
del Jardín de los Animales atravesaba el puente de Hércules, cuyos lados,
conmovedoramente desvencijados, habrán sido seguramente los primeros flancos que
el niño tuvo ocasión de conocer (bajo el signo de los bellos lados del león de
piedra que se elevaban por encima de él). Al final de la calle Bendler se abría
el laberinto, al que no le faltaba su Ariadna: el jardín laberíntico rodeando a
Federico Guillermo III y a la reina Luisa, que en sus pedestales
ilustrado-imperiales sobresalían petrificados, como impulsados por una mágica
tensión interior, entre macizos de flores que dibujaban pequeños canales en el
suelo.
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