Entrevistas breves con hombres repulsivos, DF Wallace, p. 332
Y siempre al lado de su cama
estaba ella, esclavizada, embrujada, secando y limpiando y acariciando y ofreciendo,
sin decir una palabra acerca del horror en estado puro de lo que él segregaba y esperaba que ella
limpiara. Aquella expectativa ingrata e
infinita. Nunca dijo una palabra. La chica con quien me casé habría reaccionado
de forma muy, pero que muy distinta con aquella criatura, créame. Trataba los
pechos de ella como si fueran suyos. Propiedad suya. Los pezones de ella eran
del color de un árbol al que le hubieran arrancado la corteza. Él los agarraba,
los apretaba. Soltaba gruñidos de codicia. La maltrataba. Estornudaba y
resollaba. Completamente absorto en sus propias sensaciones. Desconsiderado.
Cómodo en su cuerpo como solamente puede estarlo quien no tiene que ocuparse en
absoluto de su cuerpo. Engreído, como un pingüino. Era uno con su cuerpo. A
menudo yo no podía mirarlo. Incluso la velocidad a la que creció aquel año --estadísticamente
inusual, según comentaron los médicos-era una velocidad vegetal, agresiva, una
imposición autoritaria de sí mismo en el espacio. Y aquel ojo derecho supurante
proyectado hacia delante. A veces ella hacía una mueca de asco al notar el peso
de él, lo sostenía, lo levantaba, hasta que se daba cuenta de su breve mueca y
la borraba -estoy seguro de que lo vi- reemplazándola en el acto por aquella
explosión de paciencia narcotizada, de servidumbre abstracta, mientras yo
permanecía a varios metros, mirando a otra parte, intentando no ...
[PAUSA para un episodio de disnea
y para la aplicación por parte del técnico de un catéter de succión
traqueobronquial.]
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